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A la mañana siguiente, Marina decidió que estaba harta de las muletas y salió a caballo después de desayunar, rumbo al astillero, para asegurarse de que Lombard cuidaba bien de su barco y entendía que les corría prisa por tener al Espectro de nuevo en su mejor forma.
Cecilia invitó a Alonso a acompañarla a misa a la capilla de Fray Bernard, y aquella salida matutina se convirtió en parte de la rutina del español. Disfrutaba la caminata por aquella isla agreste, el sencillo servicio de Fray Bernard, la conversación inteligente de Cecilia. La oportunidad de conocer a la madre de Marina arrojaba luz sobre todo lo que sorprendía a quienes se encontraban de manos a boca con aquella muchacha instruida, sensible e independiente, él incluido. Tras pocos días en Tortuga comprendía cómo era posible que Marina fuera tan inteligente e inocente al mismo tiempo, tan valiente y audaz como generosa. Y por qué nadie que tuviera oportunidad de conocerla podía evitar apreciarla y hasta amarla. Pronto le resultaba evidente que Cecilia se había atrevido a romper todas las reglas para permitir que la naturaleza innata de su hija se desarrollara hasta convertirse en quien era. Y que en todo momento se había cuidado de criarla a resguardo de los elementos más bajos y corruptos de la sociedad que las rodeaba.
Una mañana en la que regresaban sin prisa de la capilla, Alonso se atrevió a preguntar por el recibimiento que Cecilia le diera a su llegada a la isla. Hablaban en español, porque ella disfrutaba volver a usar a diario la lengua de su difunto esposo.
—Aún no sabíais lo que había ocurrido. Sin embargo, tan pronto como Marina me presentó, vos… —Hizo un gesto como diciendo “tú sabes”.
—Os habría acogido igual sin saber quién sois, capitán. Pero que mi hija os presentara como amigo del joven Castillano me llenó de alegría. No sólo quería decir que él no había muerto luego de que Marina lo enfrentara. También significaba que habían vuelto a encontrarse, y por algún milagro del Señor, no como enemigos. Ahora que conozco lo sucedido, os cargaría en mis hombros todo el camino desde el puerto.
Rieron por lo bajo.
—Un milagro —repitió Alonso pensativo—. ¿Significa que no estabais de acuerdo con lo que le hizo vuestro esposo al padre de Hernán?
Cecilia se tomó un momento para responder. Llegaban a lo alto de la colina que se alzaba detrás de la casa y se detuvieron a apreciar la vista, como hacían cada mañana.
—Amé a mi esposo desde el momento que lo vi, mas por lo que él era en tierra, capitán. Conmigo, con sus amigos, y por un breve tiempo con Marina. El ansia de venganza que le carcomía el corazón siempre me causó una gran tristeza.
—¿Venganza? —repitió Alonso sorprendido.
Cecilia sonrió. —Por supuesto, no conocéis la historia. Permitidme contárosla.
Alonso le ofreció el brazo para tomar el camino cuesta abajo y ella aceptó de buen grado. Descendieron de la colina mientras Alonso escuchaba asombrado la historia de la revuelta campesina en Andalucía y la tragedia que acabara enfrentando a las dos familias.
—Y por eso —concluyó ella—, jamás cesaré de agradecerle a Dios por permitir que los hijos hayan crecido para ser tanto mejores que sus padres.
—¿A qué os referís con mejores?
—Diego Castillano cometió un error terrible que nunca intentó reparar. Manuel no volvió a verlo después de la revuelta hasta diez años más tarde. A pesar de que hasta el día anterior eran inseparables.
Alonso se detuvo para enfrentar a Cecilia estupefacto. Ella lo instó a volver a caminar.
—Ya veis, capitán. Las cosas no son tan simples. Diego Castillano y mi Manuel eran grandes amigos allá en Andalucía. Pero Castillano jamás tuvo el valor de disculparse o tan siquiera intentar hablar con Manuel sobre lo sucedido. Le dio la espalda a su error como si eso fuera a hacerlo desaparecer. Y cuando volvió a ser confrontado, huyó otra vez, tan lejos que hasta cruzó el mar. Mi Manuel, por su parte… —Cecilia suspiró con tristeza—. Él jamás pudo superar lo que había ocurrido. Aun cuando creció para comprender que Diego Castillano no era el único culpable de lo que le ocurrió a su familia. Halló en la furia y en su deseo de venganza la fuerza que le permitió sobrevivir a tanta desgracia y adversidad, y luego fue incapaz de hallar otro objetivo en su vida. La cobardía de Castillano y la obsesión de mi Manuel acabaron costándoles la vida a ambos. Y dejaron huérfanos a dos niños que los amaban y los necesitaban.
Un largo silencio siguió a su respuesta, hasta que alcanzaron el pie de la colina. Entonces Cecilia volvió a sonreír.
—Pero esos huerfanillos crecieron para cambiarlo todo. Luego de soñar durante meses con encontrar a vuestro amigo para vengar a mi hermano, Marina regresó de enfrentarlo deseando no haberlo hecho, porque había comprendido que la venganza no repara ningún daño.
—El rencor no nos hace mejores ni nos devuelve lo que perdimos —asintió Alonso—. Eso fue lo que le dijo a Hernán.
—No alimentéis mi orgullo de madre, capitán, que ya roza el pecado de soberbia. Y en cuanto al joven Castillano, ¿qué puedo decir? ¿Qué mejor prueba que su situación para demostrar que no teme plantarle cara a los errores, propios y ajenos?