Perros del Mar - La Herencia 2

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Hay quienes no pueden evitar ser salvados aunque no quieran.

**Imagen: Puerto de Veracruz, 1625, Anónimo**

 

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Cecilia y Dolores se entendieron con sólo saludarse. Luego de un baño reparador, la española eligió uno de los tantos vestidos que Cecilia y Marina compraran para ella previendo su llegada, se peinó y perfumó, y ocupó su lugar en la mesa como si ya fuera de la familia.

Morris detuvo a Marina antes de entrar al comedor principal y le pidió que le arreglara el chal que cerraba el cuello de su camisa.

—¿Me veo decente? —preguntó, sin disimular su ansiedad.

—Te ves bien guapo —respondió Marina, acomodando los pliegues del chal—. Pero si no le pides matrimonio cuando termine todo esto, te las verás conmigo.

Alonso intuía que, delante de Cecilia, los filibusteros se comportarían de un modo muy diferente a lo que viera en el burdel de Maracaibo, pero aun así se preparó para soportar que hicieran escarnio de sus compatriotas de una u otra forma. A esa altura de las cosas, no le sorprendió sorprenderse. La conversación durante la cena se concentró en el arriesgado plan que Dolores y Marina ya habían puesto en marcha para rescatar a Castillano, y esa noche la española, Laventry y Harry les contaron a los demás cómo había ido su parte.

Todos celebraron alegremente la afortunada coincidencia que llevara al holandés Berger a ver a Laventry al mismo tiempo que Walter descubría al espía, y que hubieran podido representar su pequeña farsa frente al gobernador y su sobrino.

Entonces Dolores explicó que luego de ser confrontada con Laventry acerca de su identidad, de regreso al salón donde permanecían cautivos los prisioneros importantes, el gobernador y otros notables se habían disculpado con ella por sospechar su intervención en la fuga de los prisioneros.

Marina y Laventry habían coincidido desde el principio en que no era prudente negar que Dolores había acudido a la posada a ver a Castillano, ya que quedaba muy cerca de la Plaza Mayor y otras personas podían haberla visto. De modo que la española, aprovechando el arrepentimiento del gobernador, había conversado en privado con él. Ignorando si Castillano había sido interrogado al respecto, ni qué podía haber respondido, Dolores siguió el consejo de sus compañeros de conspiración y le explicó al gobernador que sí había visitado al joven capitán, pero sólo para agradecerle por haber capturado a alguien tan peligroso como la Perla del Caribe, que le había inspirado suficiente terror como para negarse a regresar a San Juan con su esposo por miedo de volver a encontrársela.

Pocos días después, cuando se aprontaban para dejar Maracaibo con los barcos abarrotados de botín, Laventry se llevó a Dolores al Águila Real y le dejó una carta para su esposo al gobernador. Reclamaba un rescate astronómico, pagadero en un mes en Puerto Plata, o le enviaría la cabeza de su esposa a San Juan.

La primera parte del plan había concluido con éxito. En pocos días, cuando el plazo de un mes expirara, sería el momento de poner en marcha la segunda parte. La más peligrosa: ir por Castillano.

Para eso necesitarían ayuda de otras personas. Entre ellas, el gobernador de Tortuga. Laventry y Marina solicitaron una entrevista el mismo día que Harry partía hacia Puerto Plata y los demás oraban para que al esposo de Dolores no se le ocurriera cumplir con las exigencias de los piratas y pagar el rescate.

D’Oregon los recibió como invitados de honor, considerando que Laventry había honrado generosamente los términos de su patente de corso a la hora de reservar la parte del botín correspondiente a la corona. Su pedido lo sorprendió, e intentó preguntar a qué se debía.

—Nuestra perla necesita entrar en Veracruz de incógnito, y éste es el camino —fue cuanto le dijo Laventry.

D’Oregon prefirió darse por satisfecho con tan escueta explicación e hizo lo que pedían.

Dos días después regresó Harry, por primera vez en su vida contento por no haber obtenido dinero, y el gobernador de Tortuga envió un correo oficial al gobernador de La Española en Santo Domingo.

La respuesta demoró una semana entera, que Marina y los demás pasaron en ascuas. Para no dejarse consumir por la ansiedad, la muchacha y Morris se entretuvieron buscando un barco que pudiera pasar por mercante. Y lo hallaron en la calita de Lombard, cerca de donde el Espectro desaparecía bajo un enjambre de trabajadores y una telaraña de andamios y escaleras. Un mercante recién capturado, que le llevaran a Lombard para que le abriera troneras y lo adaptara para hacer el corso. Lombard les dio la información del propietario y Marina pagó dos veces su valor en monedas de oro, para ahorrarse regateos y pérdidas de tiempo. Había que elegirle un nombre para pintar a popa y ocultar su origen. Morris lo bautizó Cartago.




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