Perversa obsesión

Capítulo 5

Grito lo más fuerte que puedo cuando siento una mano enorme tapar mis ojos.

―¡Me atacan!

―No te atacan, ridícula ―escucho la voz de Pavel―. Soy yo, les tapo los ojos para que no vean.

Dalia hace sonidos raros, parecen gimoteos, supongo que también se asustó. Pavel quita su mano de mi vista y entonces veo que el tumulto de gente ha crecido mucho más. El caos es cada vez mayor y a juzgar por el desastre, se pondrá peor. Volteo a ver a Dalia quien aún tiene la mano de Pavel cubriendo sus ojos, ella se abraza a él, como si nada malo le fuera a ocurrir si se agarra lo más fuerte a su brazo. ¿De veras? Vio a una chica colgada quien cayó sobre el lavabo, además, otro chico estaba desangrado en la tina, creo que podrá sobrevivir a un muerto más. A quien, por cierto, no hemos visto.

―Vamos antes de que llegue más gente―para poner el ejemplo, comienzo a caminar hacia allá―. Tenemos que cerciorarnos de que no es alguien que conocemos.

Gracias a las sombras que se proyectan en el suelo me doy cuenta de que los dos me están siguiendo. Alzo la vista al cielo y observo el lienzo azul claro, despejado, hermoso. Un bello día para trágicas noticias.

―No creo que sea buena idea ―dice Pavel tímidamente―. Aparte, ningún conocido mío se suicidaría.

Sí, bueno, no me refiero a sus amigos y realmente muchos suicidas no parece que lo vayan a hacer.

―Me refiero a Sebastián ―digo en voz baja―. Si se trata de él, investigarán y será probable que llegue hasta nosotros.

Dalia camina con la mirada clavada en el piso, se abraza a sí misma. Llegamos al tumulto de gente y trato de abrirme paso, pero fracaso. Todos susurran, lloran, gritan. Una porrista se tapa la boca y suelta un grito, pero sigue viendo la escena. ¿En serio? El morbo es mayor que el miedo. A unas cuantas personas de mí, puedo ver al imbécil de Juan Pablo, está junto a un chico que levanta su teléfono y toma fotografías o tal vez está grabando, no sé.

Me paro de puntas para tratar de ver la escena, pero fracaso, soy demasiado pequeña. Volteo a ver a Dalia quien ahora se tapa los oídos y trata de hacerse lo más chiquita posible. Al lado de ella, Pavel se alza, pero no parece hacer esfuerzo alguno por ver al cadáver.

―Tú eres alto ¿ves algo? ―me mira como si estuviera loca―. Vamos, es por nuestro bien.

Bufa con enojo o tal vez impotencia y entonces alza el cuello. No es precisamente el chico más alto, pero servirá. Lo observo impaciente, pero su rostro no me dice nada. Me exaspero cada vez más, de pronto siento que, al estar al aire libre, el acosador puede vigilarnos más fácilmente.

―¿Está muerto?

Pregunta Dalia quien ahora mira profundamente a Pavel. Ay, por favor, cayó de cabeza desde más de diez metros de altura, obviamente está muerto, si estuviera vivo, me asustaría.

―Sí, mierda ―el rostro de Pavel se vuelve una máscara de horror y asco, listo, ha visto al pobre chico―. Claro que está muerto.

Traga saliva y entorna los ojos.

―No sé si lo conozco ―dice en voz baja―. No se ve bien.

Claro que no, debí saberlo. Si se estrelló de cara seguramente quedó irreconocible, además entre tanta sangre no podemos asegurar nada. Esperemos que no se trate de Sebastián, el chico no me agradó, pero saber que se suicidó terminaría por quebrarme. Se escucha una especie de sirena y vemos como dobla la esquina un carrito de los de seguridad. Genial, esa es la señal para largarnos. Les hago señas para que me sigan.

―¿Y si el asesino es el que se tiró? ―aporta Pavel con una pizca de emoción―. Tal vez se arrepintió y...

Tanto Dalia como yo, le lanzamos una mirada irónica, si de verdad cree lo que dijo, es que es idiota. Quien masacró a seis o siete personas no lo hizo para después arrepentirse, seguramente se trata de un psicópata que se está regocijando con todo lo que ocurre. Apuesto a que ha de estar en su maldito sofá viendo las noticias con una sonrisa en la cara.

―Lo más probable es que el suicidio no esté conectado con el asesinato ―dos personas pasan corriendo junto a nosotros y me callo, no hablo hasta que se alejan lo suficiente―. Puede ser que al enterarse de la noticia no pudo soportarlo y se tiró.

Silencio. Es mejor eso a que me reprochen algo.

―Algo me dice que están relacionados ―No creo que Dalia lo diga en serio ―. Dijiste que te atacaron, tal vez se suicidó el atacante.

―¿Quién te atacó?

―Debemos ir a la policía.

Me paro en seco y Dalia colisiona conmigo, me pide perdón y me mira expectante. Maldita sea, esto es demasiado para mí, no puedo esconder todos los secretos.

―No podemos ir a la policía ―saco el teléfono, lo desbloqueo y les enseño los mensajes―. Pensaba ir a la comisaría, a medio camino me llegó ese mensaje, diez segundos después de verlo, un imbécil con guantes me atacó ―señalo la herida en la mejilla y mi clavícula―. Me cortó, el hijo de puta. Nos acorraló, por algo metió en tu maleta la botella con sangre y la tanga de Dalia. Nos mandó un mensaje que quedó claro: Está vigilando y no estamos a salvo.

Dalia me mira horrorizada, sus ojos vidriosos indican que en cualquier momento se va a soltar a llorar. Pavel, por otro lado, está sonrojado y sus orejas están tan coloradas. Su cuello se tensa de forma que se le marcan las yugulares, sus labios están tan apretados que incluso pierden un poco de color. Está enojado, lo sé.

―Ibas a ir a la puta policía sin decirnos ―dice en voz baja, es puro veneno―. Estábamos juntos en esto, hicimos una mierda de pacto.

Trato de no voltear los ojos con irritación. Vale, se lo concedo, pero entré en pánico, cualquiera lo habría hecho, además, no tenía forma alguna de contactarlos. La universidad es grande, la matrícula es demasiada como para encontrar fácilmente a las personas. Dalia me encontró a mí, encontré rápidamente a Pavel, pero cuando tenía miedo, no pensaba coherentemente. Y me quería ir, creo que está bien pensar en uno mismo de vez en cuando (o siempre).




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