Iker Denaro
El vuelo se me hizo eterno; sabía que estaríamos en la madrugada en Nueva York, pero jamás pensé que me pesaría tanto el viaje. Apenas tocamos tierras, todo comenzó a complicarse. Nuestro equipaje no estaba aún procesado y otro avión estaba aterrizando en la pista privada. Medio personal salió a atenderlos, me di cuenta de que se trataba de Don Rogelio. Él venía con más personas, pero cuando me di cuenta de quién se trataba, quise enterrarme vivo en ese minuto.
No dije nada, bajé la mirada y traté de poner algo en mis audífonos que justo se habían desconectado. Solté un suspiro derrotado. ¿Cómo podría nuestro encuentro ser tan inoportuno? Sabía muy bien que ella no quería verme; evitó en todo momento mis ojos, mi cuerpo, tan siquiera mi silueta. Ella me odiaba, no había duda.
Del brazo de nuestro socio venía Esmeralda; ella se veía más feliz de lo normal. Su grupo de amigos la seguía. Apenas entraron al edificio, su rostro cambió; todos se quedaron a un lado del lugar, mientras que mi familia se mantenía del otro lado. Mi padre saludó a su amigo, mientras ellos conversaban me di cuenta de que había un chico nuevo con ellos, iba de la mano de Diamante.
– Tranquilo – susurró mi hermano – de seguro son cercanos, no pienses cosas que no son – me reprendió enseguida, me conoce más de lo que yo pensaba. Asentí y me mantuve en silencio.
– Su interés no es romántico – corrigió mi primo sin quitar la vista de su móvil. – estoy más que seguro.
No quería admitirlo, pero toda esta situación me estaba poniendo celoso. La veía tan indiferente hacia mí, sin miedo a mostrarse. Respiro profundo y cierro los ojos, en qué momento ella tendría que esconderse de mí si el que se equivocó fui yo. Mi subconsciente me gritaba, me reprendía y a la vez yo mismo estaba que me metía un tiro.
Tan pronto como traté de relajarme sobre un sillón, un aroma familiar llegó a mis fosas nasales. Era indiscutible, podía diferenciar su aroma a metros de distancia. Esto no era lo que necesitaba; estaba claro que la buscaría. No puedo vivir sin saber de ella, pero jamás creí encontrarla con solo tocar suelo estadounidense.
Minutos después, Don Rogelio fue llamado por sus hombres. Se despidió de mi padre y solo hizo un gesto hacia nosotros; su equipaje estaba listo. Caminó hasta el grupo de mi mujer y junto a sus hombres salieron del lugar. Pronto nuestro equipaje también fue entregado y todos nos movimos hasta el estacionamiento.
Atravesé la puerta de salida y a lo lejos vi a Esmeralda despedirse de Sotomayor. Él le ayudó a subir al carro y luego cerró la puerta tras ella, como todo un caballero. Un carro lo estaba esperando y también se fue del lugar. A esta hora mi enojo, mis celos, aunque me doliera reconocerlo, estaban a tope; no me soportaba ni yo mismo.
Todos nos fuimos al apartamento familiar. Allí descansamos y luego comimos algo. Me llamó la atención no encontrar a Sarah. Las chicas del servicio me dicen que por la mañana salió a preparar la casa; ella pensó que me quedaría allí. Tomé aire y me di fuerzas, llamé a mi nana y le agradecí el gesto, aunque no estaba seguro de dónde dormiría esa noche. No era un día para sentirme solo.
– Venga, le servirá – dijo la mujer, con tono y sabiduría en su voz – aquí está todo; quizás, solo quizás, aquí pueda recuperar esas fuerzas que le hace falta – dibujé media sonrisa en mis labios y me quedé pensando.
– Gracias Sarah, lo pensaré – sin mucho más me despedí de ella y le pedí que comprará algunas cosas. Tan pronto como corté, le envié un carro y un par de guardias para la casa, sin contar con la tarjeta que estaba a su nombre para que mantuviera la alacena llena.
Las semanas que estuve en Italia olvidé completamente nuestra casa. Los recuerdos volvían a estacar mi corazón. Extraño esos días en los que me perdía en el trabajo y solo recordaba de vez en cuando que tenía a mi gente buscándola. Solté un suspiro y luego fui a almorzar con mi familia.
Mi tarde fue lenta y abrumadora. El trabajo me distraía, pero que mi móvil sonara cada treinta minutos era desesperante. Las primeras veces, por cortesía más que nada, le había contestado a Milenka. Incluso había tenido una cómoda conversación con ella, pero luego me había vuelto a llamar, y eso ya era otra cosa. Ella quería controlar mis movimientos aquí y me exasperaba.
A media tarde le había vuelto a contestar.
– ¡¿Por qué NO ME HABÍAS CONTESTADO?! – gritó de inmediato - ¡no guardas ningún respeto por mí! – la desesperación se podía sentir en su respirar - ¡SOY LA MADRE DE TU HIJO! DEBERÍAS POR LO MENOS CONTESTARME EL MALDITO TELÉFONO – volvió a gritar.
– Te recuerdo que la situación en la que estás te la buscaste tú – dije tranquilamente – no tengo por qué aguantar tus arrebatos, y desde un principio hablamos de esto. Más que los padres de ese bebé no seremos. No tengo obligación de contestar el móvil a cada maldito segundo – hablé entre dientes, no quería perder la compostura.
– ¡PERO PARA LA ZORRA, TIENES, TIEMPO, GANAS Y EXCUSAS ¿VERDAD?! – su histeria me cansaba.
– ¡ES MI ESPOSA! – Respiré profundo cuando escuché un sollozo al otro lado de la línea – Escucha Milenka, no volveré a repetirlo. Seremos padres juntos; estaré allí para ti, para mi hijo, pero jamás será de manera romántica. Entiende, jamás – Recalqué y con esto corté la llamada.
La rabia me podía más, estaba cansado, aburrido de tenerla cerca. Me agobiaba siquiera pensar que en unos días debía volver a Italia y verla. Me asqueaba pensar que estaba en mi apartamento creyéndose la dueña y señora de mis cosas. Con lo que acababa de suceder me dejaba claro que no cambiaría, y eso no era lo que esperaba de la mujer que sería la madre de mi hijo. Necesitaba hacer algo con esta situación; me cansé de aguantar, de esperar que algo cambiara en ella. Definitivamente, sería yo quien debería actuar en este caso.