Pintando Partituras

Capítulo 5: Silencio

☆ Walter ☆

Beep... Beep... Beep

Me removí dentro de la suave manta de la cama y me destapé al oír el segundo aviso de la alarma. Eran las siete de la mañana. Siempre sonaba a la misma hora. La apagué lo antes posible, no quería que volviera a sonar, necesitaba un momento de paz. Me quedé tumbado un par de minutos más con los brazos tapando mis ojos. No había bajado las persianas antes de acostarme y ahora los rayos de luz entraban por la ventana con ganas de desafiar mi pereza. Había dormido bien, cayendo frito nada más llegar, como un niño pequeño tras pasarse la tarde jugando. A algo parecido me había dedicado yo la tarde anterior. Tocar como toqué ayer me llena. Lo disfruto como si de un juego se tratara... Y debo confesar que hacía mucho que no lo sentía así. Pero es que fue diferente. Por primera vez sentí que entre los asientos había alguien que venía para escucharme y no para evaluarme. A mirarme sin expectativas. Alguien que quiere conocerme por quién soy y no por lo que es mi alrededor.

Tuve que obligarme a levantarme, si no, no lo habría hecho nunca. Abrí el armario para elegir la ropa que me pondría. Todo eran tonos fríos y apagados. No era el mejor combinando colores, prefería ir a lo seguro. Dejé las prendas escogidas sobre un mueble del baño de mi habitación. Me miré en el espejo. El pelo alborotado por la almohada, aunque fácil de arreglar al ser liso. Tenía las típicas ojeras de cuando acabas de despertar. Giré mi cuello un poco para pasar con suavidad los dedos por el tatuaje, delineando cada línea del pentagrama y de la nota: la cabeza y la plica. Era una blanca. Hacía un mes que había ido a tatuarme. A dejar un símbolo musical en mi piel. La música ha sido mi vida, todos lo saben. Tenía claro que la llevaría dibujada para siempre, me tatuara o no, ya me era imposible deshacerme de ella. Y de la fama. Haga lo que haga se sabrá y todos se creerán con derecho a opinar hasta de una ilustración en mi cuello, en mi piel. Saqué la mano del tatuaje y me alejé del espejo. Me quité la ropa con lentitud, dejándola caer al suelo para luego entrar a la ducha.

Durante un cuarto de hora estuve a remojo. Debajo del agua, pero por fin con la mente en blanco. Mis movimientos eran automáticos. Al salir me sequé con la toalla que había preparado y me vestí allí mismo. Decidí ordenar un poco el caos de mi escritorio antes de retirarme de la habitación.

Cerré la puerta sin querer hacer mucho ruido. Las luces del pasillo permanecían apagadas. No quise encenderlas. Mis pasos resonaban sobre el parqué. Se hacían oíbles a causa de la gran ausencia de ruido que guardaba la casa. No era nada nuevo aquello. A esas horas ningún sonido se sobreponía a otro, simplemente reinaba el silencio. Un silencio vacío.

Mientras bajaba las escaleras me percaté de una luz que provenía de la cocina; había alguien en aquella sala. Yo ya sabía quién. Aquel que siempre rompía la afonía matutina. La persona que siempre me provocaba mi primera sonrisa del día.

Cuando pasé el umbral de la puerta de la cocina, lo primero en lo que me fijé fue en el desayuno ya listo sobre la isla de mármol blanco. Bernard ya servía mi zumo favorito en un vaso de cristal. Iba vestido con su traje de siempre.

—Buenos días —deseó al acabar de servir el zumo. Su particular acento francés no desaparecía ni con el paso de los años.

Le sonreí y tomé asiento en el taburete.

Desde bien pequeño Bernard ha sido quien ha cocinado mis almuerzos, mis comidas y mis cenas. Cada día el plato preparado sobre la mesa antes de que yo pueda siquiera pedirlo. Incluso me lo ha llevado a la cama cuando lo he necesitado.

—Muchas gracias por el desayuno, Bernard.

—Ya sabe que estoy aquí para lo que necesite, señor.

—¿Cuántas veces tendré que pedirte que no me trates de usted? —inquirí con delicadeza— En todo caso debería ser yo quien te tratara de esa forma.

Miró con suavidad antes de responder.

—Es una instrucción de su madre. Ya lo sabe —soltó una risa suave.

Y sí, lo sabía. No era la primera vez que teníamos esta conversación, lo habían acostumbrado a referirse a mí de esa manera. Mientras mi madre le recordaba cómo debía ser su trato, yo le suplicaba que dejara la seriedad a un lado. Había compartido gran parte de mi vida con él, era alguien esencial para mí, su "usted" era como una barrera, una separación obligada por normas escritas en un simple papel. Y yo odio las barreras, las obligaciones y los papeles. Sobre todo los papeles. Me parece lamentable que un texto te diga cómo tienes que comportarte de aquí a tantos años. Bernard es posiblemente quien más ha estado conmigo, me ha visto crecer. Forma parte de lo que para mí es mi familia. Ha vivido todo el proceso que me ha hecho ser quien soy hoy en día. Me llevó mi primer día al conservatorio y diez años más tarde sigue acompañándome en cada paso que doy.

⏳🎼⏳

Bernard. No quiero entrar, no soy su amigo y ellos no son mis amigos... Me van a mirar raro murmuré en voz baja, casi inaudible.

Le miraba con miedo mientras lo sujetaba por la manga de su traje negro, el de siempre. Cuando en el colegio me preguntaban quién era quien me traía, respondía a todos igual: "Bernard, un hombre muy elegante...". Hoy, además, se encontraba agarrando el asa de la mochila donde se encontraba mi pequeña guitarra. La que me había regalado papá.

Delante nuestro, la entrada del conservatorio, enorme ante mis ojos. Cuando me enseñaron las fotos, me gustó imaginarme que era un palacio. No lo es, pero casi y a mí me da igual eso. Voy a estudiar música en un palacio, aunque no lo sea y nadie más de aquí lo diga. Bernard dice que el significado de las cosas depende de la persona que las esté viendo.

¿No ha pedido usted venir?

Miré al resto de niños. Jugaban juntos al pilla-pilla. Parecían divertirse corriendo, escondiéndose, haciendo ruido. Por un momento quise probar yo también. Observé a mi alrededor, dudoso. Ahí noté que algunos padres se fijaban en mí y hablaban en voz baja. Y al final pensé que no, que mejor estar con Bernard.




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