Es mi primer día de trabajo, y aquí estoy, corriendo como una loca hacia el palacio gubernamental en Tallahassee porque a mi nuevo jefe le ha parecido buena idea convocarme a una reunión urgente nada más poner un pie en esta nueva ciudad.
El aire fresco de la mañana me golpea la cara, revitalizándome y recordándome que, aunque mis zapatos son fabulosos, claramente no fueron diseñados para maratones de caa al trabajo. Cada paso que doy en estas baldosas de la calle me hace sentir como si estuviera participando en una versión muy elegante de una carrera de obstáculos así que tomaré la nota mental de que podría ser buen plan el salir con zapatillas y cambiarlas tras un árbol antes de entrar al palacio por unos zapatos elegantes.
En cuanto llego a la entrada del palacio gubernamental, jadeando y sintiéndome como si acabara de correr la mitad de un triatlón, me anuncio en mesa de entrada donde pasan lista y me derivan en persona con la secretaria privada del mismísimo gobernador. Me esperaban, creo que se encargaron de anunciar muy bien mi venida todos alrededor del señor Harper.
El edificio es imponente, con sus columnas blancas y su fachada majestuosa. Hay pinturas de una sensibilidad exquisita en las paredes que debo mirar varias veces para tratar de entenderlas sin éxito en la tarea y hay también otras representativas de momentos fundacionales del Estado de Florida. Me siento como un pequeño ratoncito en la mansión de un gigante nacido para el buen gusto. En el despacho privado (todo lo referido a la autoridad es “privado” ja, la secretaria privada, el despacho privado, la asistente privada que le dirá si esa selfie haciendo tortitas en su casa es buena o no con su imagen publicitaria), me espera efectivamente Yesenia, una mujer tan elegante y segura de sí misma que podría ser confundida con una reina moderna. Luce como habla: impecable.
—¡Beverly! Justo a tiempo, vamos—dice Yesenia con una sonrisa perfecta que podría vender pasta de dientes en la televisión.
—Hola, Yesenia. Perdón por el retraso, me quedé atrapada en el tráfico de peatones mientras corría—respondo, tratando de recuperar el aliento y de no parecer una atleta que ha fracasado miserablemente.
—No te preocupes, acabas de llegar a la ciudad. Vamos directo a la oficina del gobernador Harper. Está esperándote—dice Yesenia, sin perder un segundo. Parece que aquí no se permite el lujo de la dilación.
Imaginaba que Yesenia me daría un tour por el Capitolio, una pequeña caminata para admirar la opulencia. Pero no, caminamos a paso rápido por un corto pasillo hasta dar con una puerta doble. La decoración es impresionante, con suelos de mármol que relucen bajo las luces y paredes adornadas con obras de arte que parecen estar gritando "¡No toques, soy bella, pero no toques!".
Una vez que llegamos y nos permiten el aval para la llegada, entramos en la oficina del gobernador Harper y todo el aire en mis pulmones parece escaparse. La oficina es un espectáculo de elegancia y sofisticación. Hay estanterías llenas de libros que probablemente nunca leeré, muebles de caoba que brillan bajo la luz y una vista impresionante de la ciudad desde las grandes ventanas que podrían ser dignas de una escena de película romántica.
Y allí, de pie junto a su escritorio, está el gobernador Harper. Se ve aún más imponente que la última vez que lo vi en aquella fiesta en Los Ángeles cuando nos invitó con mi hermana, su hermana y mi novio. Está impecablemente vestido con un traje que debe costar más que mis dos riñones juntos en el mercado negro (y no tengo la menor idea de cuánto cuesta un riñón) y su presencia impacta en la sala de una manera casi palpable. En serio, ¿acaso este hombre puede no lucir perfecto en algún momento del día?
—Buenos días, Beverly. Es un placer verte—dice el gobernador Harper, con una sonrisa que podría derribar muros y hacer que se te olviden tus problemas. Necesito abanicarme. Es asombroso lo imponente que se ve en su propio reino. Bueno, ya es imponente, pero aquí resulta serlo aún más.
—Buenos días, señor gobernador. El placer es mío—respondo, sintiendo que mis mejillas se sonrojan de una manera que espero no sea demasiado evidente, me adelanto hacia él para estrecharle la mano en un gesto de solemnidad…
…cuando el tacón de mi zapato se desliza sobre la alfombra y me aviento hacia adelante cayendo en sus brazos con un estúpido cliché.
No.
Puede.
Ser.
NO PUEDE SER QUE ME ESTÉ PASANDO ESTO AHORA.