Dos años antes de la tragedia que se vivió en la familia de Bastian.
Era de madrugada, en una zona alejada de cualquier rastro de civilización. Rusia era lo suficientemente rica en espacios donde el hombre no se atrevería a vivir.
En uno de esos lugares, había unas ruinas ancestrales que se levantaron en el interior de una cueva bajo una montaña, ruinas que ya no eran visitadas desde hacía años. La última vez que alguien puso un pie en el lugar fueron, seguramente, unos arqueólogos. Aunque también iban aquellas personas que tenían las agallas suficientes como para ingresar a esta zona casi inaccesible, que apenas y contaba con un camino que llevaba hasta ahí, y que para este entonces ya ni existía, pues se había llenado de maleza al ser ahora nulamente transitada.
Estas ruinas escondían algo más que solo recuerdos. Si uno se adentraba, podría deducir fácilmente que estaba siendo habitada por alguien. Se veían velas colocadas de manera estratégica para iluminar los oscuros pasillos y aposentos.
Una chica permanecía sentada y de brazos cruzados en una estructura rocosa y rectangular; básicamente, un banco sencillo tallado en piedra. La mujer observaba una de esas tantas velas que habían allí ―la que tenía más cerca―. La llama bailaba de un lado a otro, y la chica se perdía en aquella tranquilizante y ardiente figura.
El cabello de la mujer, la cual tenía unos veintiséis años, era pelirrojo. La llama de la vela se reflejaba en sus ojos marrones, y a pesar de la tenue luz que emitía, era suficiente como para poder apreciarse las pecas que tenía salpicadas sobre su nariz y pómulos.
Ella seguía distraída con aquella vela, sentada a pocos metros de la entrada de las ruinas, cuando un viento fresco hizo que se apagara la llama. Todo a su alrededor quedó en una oscuridad parcial, ya que la luz de las otras velas que estaban más alejadas no permitían que las tinieblas se apoderasen por completo del sitio.
Pasaron dos segundos desde que la vela se apagó, y fue ahí donde un relámpago iluminó el lugar por unos instantes.
—Genial… —dijo ella, molestándose un poco, pues era evidente que una tormenta se avecinaba.
La chica chasqueó los dedos, y la vela que tenía enfrente se volvió a encender como por arte de magia. Una vez hecho esto, colocó sobre la vela una especie de cilindro de cristal que había ahí, para así impedir que el viento la apagara otra vez.
Cuando pasaron unos cinco minutos, y la lluvia llegó.
Pasó otro rato, hasta que alguien entró a las ruinas. Era un hombre vestido con ropas abrigadas, y también se cubría la cabeza con una capucha. Cargaba con él una especie de bolsa grande y de tela, en la que parecía traer cosas variadas.
Al ver que la chica que lo esperaba apenas tenía una remera fina puesta, el hombre preguntó si no quería algo más cálido, que había traído más ropa al lugar por si hacía falta.
—No, gracias —respondió ella—. Estoy bien.
—Tú dices eso, pero se nota que estás temblando… Vamos, Nuriel. Que controles el fuego no quiere decir que nunca tendrás frío.
Dicho esto, el hombre le pasó a Nuriel uno de los abrigos que traía en la bolsa.
—Sí… Ya sé —agregó ella, para luego tomar el abrigo y ponérselo—. Ahora dime, Makarov… ¿Era necesario elegir este lugar para que fuera otro de nuestros escondites? Que yo sepa ya tenías en mente otros tres antes de que me pidieras unirme a esto. Son lugares donde al menos tenemos agua, luz y camas más cómodas.
—Estuve buscando un lugar alejado en donde traer los cuerpos. Si los llevamos a alguno de nuestros sitios que están cerca de la población, podría ser un desastre... Ya me basta con que me anden buscando otros mercenarios y personas de ese tipo.
—Hm... Tiene sentido. No pensé en eso. Además, si los llevamos ahí, será muy sospechoso. Después de todo, no creo que sea normal para la gente ver a alguien cargando un cuerpo para dentro de su casa… —Hizo una pausa de unos segundos—. Ah, y por cierto: fui la segunda en llegar. ¿Acaso los otros no piensan apurarse?
—¿Quién llegó primero? —curiseó Makarov, mientras seguía sacando cosas de la bolsa; esta vez, alimentos en lata.
—Yaika.
—Bueno, ahora solo faltan los demás… —añadió el hombre, llevándose una cuchara a la boca, pues había abierto una carne enlatada.
Viendo que Nuriel levantó una ceja al verlo comer, Makarov le preguntó si quería un poco.
—No, gracias… Ya comí antes de venir.
—¿En serio? ¿Cuándo? ¿Hace siete horas? ¡Ja! Que no te dé pena.
Acto seguido, Makarov le lanzó una lata sin avisarle. Nuriel tuvo la suerte de tomarla antes de que cayera al suelo. La chica miró la lata, haciendo que le gruñera el estómago, por lo que no dudó en pedir que le pasara el abrelatas.
Para este entonces, Makarov era un hombre que ya había pasado de los treinta años. Tenía el cabello negro y corto. Con la poca iluminación que había en el sitio, uno podría decir que sus ojos eran negros, pero si fuera de día se notaría que al menos tiraban a un marrón, aunque muy oscuro. La piel la tenía clara... Se podría decir que en apariencia tenía características bastante comunes. Eso sí, tal vez en ese momento no se notaba porque llevaba abrigos encima, pero era un sujeto que estaba bastante en forma.
—¿Qué hay del chico nuevo, al que apenas lograste convencer hace unos meses? —indagó Nuriel—. ¿Estás seguro que sabrá cómo llegar?
—No.
—¿Qué caso tiene haberlo invitado a unirse a este grupito, entonces? Puede que nunca llegue. Y si tienen que estar todos para comenzar a planear todo, no pienso esperarlo.
—Tranquila… Seguro nos encontrará siguiendo mi Jy. Después de todo, lo he visitado varias veces para poder convencerlo. Me parece imposible que no hubiera identificado mi energía durante todas esas ocasiones... A no ser que no sepa sentirla aun. —Se detuvo por un momento para pensar, con la cuchara en la boca—. Mierda, creo que olvidé asegurarme si sabía hacerlo... Bueno, no importa. Por suerte le di un GPS con esta ubicación. Supongo que sabrá como llegar.