Conflicto familiar
En mi familia tenemos una costumbre diferente. Nuestra forma de solucionar un conflicto o un desacuerdo familiar es completamente distinta a cualquiera que hayas visto o conocido...
El ronroneo del coche aviva cada célula de mi cuerpo, activando la adrenalina que se extiende con rapidez por todo mi torrente sanguíneo.
Sonrío de oreja a oreja, eufórico.
Dirijo la mirada al coche que se coloca a mi altura ante la línea de partida.
Mi padre, un tipo rubio, de ojos castaños y de muy buen porte, me dedica una sonrisa macabra.
¡Ja! se cree que me ganará en esta carrera, pero está muy engañado, quiero más que nunca ganarle.
Ganarle significa seguir en el país, perderla; mudarnos a los Estados Unidos, y eso no pasaría, créeme.
He vivido toda mi vida en Toronto y no pensaba irme de aquí.
—¿Listos? — grita mi madre por encima del ronroneo de los coches.
Desvío los ojos hacia su figura mientras moldeo mis dedos alrededor del volante.
Mi madre es morena, metro sesenta y ocho, delgada y con unos ojos profundos ojos azul grisáceo.
Su piel blanquecina resplandece con las luces de ambos coches.
Adoro a mi madre, si no fuera por el hecho de que no estaba de ninguna de las partes; irse o quedarse, sería ella la que estaría en el otro coche apostando contra mí.
Sí, a diferencia de lo que pueda parecer, mi madre es una mujer cañera, pionera y sobre todo competitiva. Le aficiona los coches, sin importar tipo o marca. No conozco a nadie que tenga más coches que ella, aunque claro, ese hecho nos beneficia a todos.
Ella es la que maneja el dinero, y aunque sea una simple periodista (por pasión, no por dinero), nuestra fortuna proviene de una larga descendencia de agentes del gobierno, actores de Hollywood y cómo no, de la fortuna que heredó mi padre tras la muerte de mis abuelos en un trágico accidente aéreo.
Mi abuelo había conseguido millones con el mundo de las excavaciones y el petróleo, lo que tras su muerte dejaba unos cuantos millones de dólares a mi padre.
En fin, como venía diciendo en un principio; una familia fuera de lo común.
Volviendo a mi madre, es casi mi mejor amiga, si me dejara hacer todo lo que quería, sin duda sería la mejor.
—¿Listo para perder, viejo? — grito hacia mi padre.
—¿A quién llamas viejo, mocoso? — contesta en respuesta.
Carcajeo para seguido asentir con la cabeza hacia Olivia O'Ryan.
Ella alza hacia el cielo la pistola que lleva en la mano y una milésima de segundos después dispara.
Tras oír el disparo, y bajo el chirrido de los neumáticos, los coches vuelan por la carretera desierta.
Crecer en una familia como la mía tiene sus ventajas e inconvenientes, como en todas, como es de suponer. Aunque dado que tengo los padres más competitivos de todo Toronto, mis hermanos y yo tenemos que dar lo mejor de nosotros, sea en lo que sea. No es que mis padres sean especialmente exigentes... Bueno, mi madre puede que más de lo normal, pero aun así todos los O'Ryan tenemos que estar a la altura.
Jugar al hockey y hacer Karate solo es una de las cosas que hago para entretenerme, aunque más bien las hago por el «pequeño problemilla» que tengo con mi temperamento. A los nueve años mi madre me apuntó a Karate, ya harta de que le rompiera las vasijas de porcelana china. En mi defensa diré que no lo hacía aposta. Si me estreso o me disgusto siento la necesidad de golpear algo, de ahí que tengamos una sala de entrenamiento en el sótano. Era eso o que acabara rompiendo algo de casa y que mi madre me enviara de paseo. También hay que tener en cuenta que mi padre hace buen uso de la sala cuando se encuentra en la ciudad.
Sobre el hecho de que mi padre quiera que nos mudemos a EE.UU se deriva a asuntos de la CIA. Este año el subdirector de operaciones internacionales se jubila y mi padre está entre los mejores candidatos para reemplazarlo. Queda decir que mi padre es un ciudadano americano asentado en tierras canadienses únicamente por amor. Había conocido a mi madre en las playas de Malibú cuando ella tenía dieciséis años y según lo que cuentan fue amor a primera vista. Yo tengo mis dudas sobre todo lo que tenga que ver con "a primera vista", eso suena demasiado superficial para ser verdad. Sí, creo que con eso dejo bastante claro que el romanticismo no tiene lugar en mi estilo de vida actual.
El coche de mi padre me adelanta por unos centímetros, piso el acelerador con más fuerza mientras rodeo instintivamente el volante con mis dedos con tal firmeza que mis nudillos se quedan blancos. La aguja del velocímetro pasa de ciento setenta a doscientos treinta en menos de un cuarto de segundos. A pocos kilómetros de donde nos encontramos visualizo la rotonda y poco más allá el final de la carretera sin terminar. El velocímetro pasa de doscientos treinta a ciento cincuenta a medida que voy llegando a la rotonda. Los neumáticos de ambos coches chirrían con el esquinazo brutal. Mi cuerpo gira ligeramente por la fuerza centrífuga, giro el volante bruscamente y al final piso el acelerador con fuerza.
Mi padre me adelanta.
«¡Mierda!»
Le alcanzo con facilidad y le paso. Suelto un grito de júbilo y toco el claxon tres veces. Por el retrovisor le veo reducir la velocidad a su coche.
«Pero... ¿qué demonios haces?»
Reduzco la velocidad poco a poco y luego doy marcha atrás.
Quería ganar esta carrera más que nunca, pero no valía si me regalaba la victoria. Una vez estoy a la altura del coche rival saco la cabeza por la ventanilla y le grito:
—¿Qué crees que haces? — pregunto confundido.
Mi padre me dedica el típico saludo militar, una sonrisa macabra y suelta:
—Bon Voyage fils — dicho esto vuelve a ponerse en marcha y sale disparado hacia delante.