Dante
La observé durante diez minutos desde el otro lado del vidrio, sin que lo notara. Sentada en la sala de maquillaje, con el rostro entre las manos, los codos apoyados en las rodillas, la espalda curvada por el peso de algo que no podía ver. Pero lo sentía. Supe que había leído el contrato. Lo supe por la manera en que evitaba mirarse al espejo, como si se viera distinta. Como si supiera que ahora me pertenece un poco más que ayer.
No fui a buscarla. No aún. A veces hay que dejar que el miedo fermente en silencio para que la desesperación florezca. Y ella está al borde. La vi pasar frente a Scarlett sin notar siquiera su presencia. No respondió a los saludos. No reclamó nada. Solo caminó hacia el estudio con la expresión de quien ya firmó un pacto sin tinta.
La quiero así. Frágil, cansada, sin espacio para la dignidad. No porque disfrute su sufrimiento. No soy un monstruo. Pero sé cuándo alguien necesita ser arrastrado hacia lo inevitable. Y ella... Amelia Cruz es un abismo dulce en el que planeo caer con cada parte de mí. Pero a mi manera. Bajo mis reglas. Y con las consecuencias que yo elija.
Podría habérselo pedido de mil formas. Podría haberle dicho que quiero un hijo porque mi apellido lo exige, porque el consejo me presiona, porque mi padre fue una sombra y mi legado está incompleto. Pero no. Le ofrecí algo más brutal. Un contrato. Una transacción. Porque quiero saber hasta dónde llega por su madre. Quiero saber cuánto vale para ella su libertad. Y qué está dispuesta a entregar para sostener lo poco que le queda.
No se trata solo del niño. Se trata de control. De marcarla desde adentro. De saber que por dentro también será mía. Y cuando ese hijo respire, cuando crezca dentro de ella, no habrá vuelta atrás. Ningún otro hombre podrá tocarla sin tocarme a mí también.
Esa noche, cuando me aseguré de que estaba en su departamento, llamé a su teléfono. No respondió. Era de esperarse. Pero no colgué. Solo dejé un mensaje. Uno simple. Amelia, sabés lo que está en juego. Elegí rápido. El reloj no se detiene.
No necesitaba decir más. Me acosté con el teléfono sobre la mesa de noche, esperando. No por su respuesta. Por el efecto que esas palabras tendrían. Porque ahora cada minuto que pasara en silencio sería otra gota de veneno, otra presión invisible sobre su pecho.
La mañana siguiente, Scarlett me informó que Amelia no había asistido al rodaje. Sonreí. Era lógico. El cuerpo le había dicho basta. O el alma. Lo que fuera que aún la sostenía estaba empezando a quebrarse. Bien. La necesitaba así. Que no tenga a dónde correr.
Al mediodía, fui a verla. No toqué el timbre. Tenía la llave. Cuando abrí la puerta, la encontré en el sofá, abrazada a sí misma, con los ojos rojos. No se sobresaltó al verme. Solo bajó la mirada.
—¿No pensás decirme nada? —pregunté sin alzar la voz.
Ella tragó saliva. Tenía el contrato sobre la mesa. Abierto. Subrayado. Le había puesto marcas. Post-its. Como si fuera a negociar.
—No puedo hacerlo —dijo finalmente, apenas un susurro.
Me acerqué despacio. Tomé el contrato. Lo doblé. Me senté frente a ella.
—No podés... o no querés.
—Las dos cosas. No soy una incubadora, Dante.
—No. Sos algo mucho más valioso. Por eso te elegí.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. Esa fortaleza, esa resistencia inútil... me enloquece. Me dan ganas de quebrarla y reconstruirla. A mi forma.
—Te ofrezco una solución —continué—. No tenés que venderte a ningún mafioso decadente. No tenés que posar para campañas vacías. Solo tenés que darme algo que ambos podemos crear juntos. ¿Sabés lo que eso significa, Amelia?
Ella negó con la cabeza.
—Significa que no te quiero como una más. No quiero usar tu cuerpo. Quiero que lleves lo mío adentro. Que seas mía en un sentido que ninguna otra mujer ha sido. Esto... —toqué el contrato— no es solo una transacción. Es una forma de sellarte a mí. Para siempre.
—¿Y después qué? ¿Te desaparecés? ¿Te llevás al bebé?
—No. Vivirás en mi casa. Con él. Conmigo. El primer año. Después... veremos. Pero nadie te va a tocar. Nadie te va a faltar el respeto. Vas a tenerlo todo.
—Menos libertad.
—La libertad es un lujo que nadie tiene del todo, Amelia. Vos necesitás seguridad. Yo necesito herencia. Es un trato justo.
Se quedó callada. Y en ese silencio, supe que ya había ganado. No importa si firma hoy o mañana. Lo va a hacer. Porque su madre empeora. Porque yo no pienso retirarme. Porque, en el fondo, hay una parte de ella que me desea tanto como me teme.
Me levanté y caminé hacia la puerta. Antes de salir, me giré.
—Tenés hasta el viernes. Si no aceptás, el trato se cae. Y lo vas a lamentar, Amelia. Porque no voy a ofrecerlo dos veces.
Cerré la puerta despacio. Y cuando bajé al auto, sonreí.
La guerra está empezando. Y yo no tengo intención de perderla.