El último viaje en el tiempo.
El día que mi madre murió sólo podía llorar desconsoladamente mientras se desangraba en mis manos, era muy joven para saber qué hacer más que llorar, mi padre me acusó de no hacer nada, me culpa de su muerte por no llamar una ambulancia, pero… tenía cinco años, ¿cómo hubiera hecho ello?
Ahora con veinticinco, el recuerdo de ese día me persigue por las noches, no importa si tomo medicación, ahí está, como una maldición, quizá era como decía mi padre, y era mi culpa por lo que el recuerdo me sigue hasta torturarme. Daría lo que fuera por cambiar ese momento en mi vida, por salvarla, por sacrificarme si fuera necesario. Amaba a mi madre con todo mi corazón, como honor a mi madre estudié física, la carrera que ella siempre quiso estudiar. Fue difícil, pero aprendí a amar la física tanto como la amé a ella.
—Sebastián —me llama mi compañero—, ¿todo listo?
—Sólo unos ajustes más…
No sólo me había enfocado a la física, sino que me dediqué por completo a crear algo que me ayude a cambiar mi dolor, me ayude a saber que todo puede cambiar. Que todo sea posible…
—Listo, Hernando, todo listo.
Aprovecho para cambiarme mientras mi compañero empieza a preparar la máquina que me permitirá salvar a mi madre de su trágico final. Cuando salí, un resplandor verde sobresalía de la plataforma.
—En treinta minutos me traes de vuelta, no importa qué —le digo a Hernando y él asiente.
—Sé cuidadoso.
—Siempre.
Cerré los ojos y sentí como partícula por partícula se despedazaba de mi cuerpo, era un dolor inmenso hasta que cesó. El dolor cesó milagrosamente. Cuando me permití abrir los ojos, me encontraba en la cocina, no veía a mi madre por ningún lado. Hasta que oí su voz…
—¿Quién eres? —me pregunta directamente.
—Mamá… —las lágrimas se empiezan a acumular en mis ojos—, mamá yo… lo siento, yo…
—¿Quién eres? —repite la pregunta.
—Soy Sebastián, tu hijo… yo vengo… vengo del futuro, vengo a arreglar un error, por favor, sube a tu habitación, si no lo haces, podría pasarte algo.
—¿Te escapaste de un manicomio? —pregunta espantada toma su teléfono, pero me arrodillo.
—Por favor, necesito salvarte. Sólo escóndete en tu habitación.
Ella me mira raro, pero algo en su mirada empieza a cambiar. Ella asiente y sube, veo que mi yo de cinco años se asoma, pero ella lo empuja para arriba y la escucho cerrar la puerta. Respiro, calmado…
—¡AL SUELO! —gritan y yo me volteo confundido—. Maldito imbécil, te dije que al suelo.
—¿Qué cara…?
—Al suelo o te mato, hijo de puta.
Me agaché, sintiendo el arma en mi nuca, había olvidado que mamá murió en un atraco. El único detalle más importante que salvarla era el atraco. Y mi mente lo había olvidado. Vi como volcaban cosas de la sala y cocina hasta que dieron con algo.
—Despídete de la vida, imbécil.
Escuché primero el disparo que el dolor. Era tremendo dolor, más que el de la separación celular. Entonces entendí que salvé a mi madre, pero no me salvé a mí.
Fin.
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Editado: 11.08.2020