¿por qué yo, por qué aquí, por qué ahora?

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La muerte de Anacleto

 

El año 1983 quedó grabado en mi memoria con la nitidez del cristal, cada acontecimiento, cada emoción, tallada con precisión en mi ser. Yo, a mis 25 años, estaba apenas comenzando a entender lo que significaba la vida por mi cuenta, y entonces sucedió lo impensable: perdí a mi padre, Anacleto, a sus 57 años. 

Ese verano, el país vasco se vio azotado por unas inundaciones devastadoras. Las imágenes de la destrucción llenaban las pantallas de televisión, las calles convertidas en ríos tumultuosos y las casas sumergidas hasta las ventanas. Y en medio de ese caos natural, una alegría colectiva emergía cada vez que el Atletic de Bilbao marcaba un gol; aquella temporada ganaron la liga, un contraste visceral con el desastre familiar que me rodeaba.

Pero en el cenit de ese verano agridulce, mi mundo se detuvo. Anacleto, cuya fortaleza y cariño habían sido muy importantes para mí, falleció. La noticia llegó como un golpe, brutal y sordo, un vacío que de repente se abrió bajo mis pies.

Recuerdo el día del funeral, la iglesia llena de amigos, familiares y compañeros de trabajo, todos con rostros sombríos, compartiendo el duelo. Las palabras del sacerdote intentaban ofrecer consuelo, pero yo apenas las oía. En mi mente, solo resonaban los recuerdos de mi padre, su ilusión, sus consejos en la fábrica, las charlas en el coche cuando íbamos a comer y los veranos en Villatuelda.

Después de la ceremonia, mientras todos se dispersaban bajo el cielo gris, el luto se mezcló con las lluvias, como si el cielo también llorara por la pérdida de un hombre bueno. Algunos trabajadores de Fibralecqui me dieron el pésame: “parece mentira, un hombre que nunca estuvo enfermo”.

Seis meses antes de que el silencio se adueñara de su voz, Anacleto era la imagen de la vitalidad. Un trabajador incansable, su fuerza y su resistencia eran como el acero templado. Nadie hubiera sospechado que su salud se estaba minando desde dentro. Sin duda, el trabajo áltamente tóxico acabó con él.

Fue en una revisión médica anual de la fábrica donde se presentó el primer indicio de que algo no iba bien. Le recomendaron una operación de próstata, un procedimiento que, aunque serio, no parecía presagiar el tormento que estaba por venir. Se enfrentó a la noticia con su característica determinación, sin dejar que la preocupación empañara su semblante.

Sin embargo, lo que siguió fue una sucesión implacable de golpes del destino. Tres operaciones se sucedieron, cada una revelando más de lo que todos temíamos pero nadie quería verbalizar: cáncer. El pronóstico se tornó sombrío, y la palabra "incurable" comenzó a susurrarse en los pasillos del hospital y en las esquinas de nuestra casa. Sin duda, el primer diagnóstico médico fue un error fatal.

Cuando finalmente, meses después,  lo trajimos de vuelta a casa desahuciado, era solo una sombra del hombre que había sido. La enfermedad lo había mermado, pero su espíritu seguía luchando, aferrándose a cada momento con una mezcla de valentía y desesperación. Mi papel como hijo dio un giro doloroso: de recibir cuidados a proporcionarlos, administrando inyecciones de morfina para aliviar el dolor que lo consumía.

Cada pinchazo era una mezcla de alivio y derrota. Alivio, porque sabía que estaba ayudando a mitigar su sufrimiento; derrota, porque con cada dosis, era más evidente que estábamos perdiendo la batalla. A pesar de ello, en esos momentos íntimos, donde el padre y el hijo se invertían, se revelaba un amor profundo y una comprensión tácita de que cada adiós podía ser el último.

En esos últimos días, me aferré a cada palabra, cada gesto, cada suspiro de Anacleto, sabiendo que eran preciosos y efímeros. A pesar del dolor y la tristeza, había belleza en la ternura de esos cuidados, en la cercanía que sólo la fragilidad de la vida puede revelar.

La fortaleza de Anacleto, su ética de trabajo, su amor por la vida, quedaron impregnados en mí durante aquellos meses de lenta despedida. Aunque le dijimos adiós mucho antes de que nos dejara, cada recuerdo, cada lección, cada momento de risa y cada palabra de aliento se convirtieron en el legado que continuaría viviendo en aquellos que lo amaron. Y en esos recuerdos, Anacleto, mi padre, sigue siendo un hombre trabajador y fuerte.

Los viajes al hospital se convirtieron en una rutina tortuosa, un ciclo de esperanza y desesperación que se repetía día tras día, mes tras mes. Mi madre, pilar de fortaleza durante toda su vida, finalmente se quebró bajo el peso de la inminente pérdida. Recuerdo la mirada vacía en sus ojos, el temblor en su voz cuando, en un momento de desesperación, articuló las palabras que todos temíamos: "Se va a morir". Fue una aceptación cruda y dolorosa de la cruel realidad.

La vida fuera de nuestra burbuja de sufrimiento continuaba. La victoria del Atletic llenó las calles de júbilo, de cánticos y celebraciones. A mí, sin embargo, me resultaba ajeno, casi ofensivo, que el mundo pudiera seguir adelante con tanta indiferencia. ¿Cómo podía la gente reír y celebrar mientras mi padre se consumía en una cama, luchando por cada aliento?

Pero el recuerdo que me persigue con más fuerza es uno tranquilo y silencioso, un recuerdo que se desliza en mis pensamientos cuando menos lo espero. Un día, con Anacleto ya deshauciado en casa, me asomé a la ventana, buscando un respiro de la opresión que llenaba nuestro hogar. Allí estaba él, mi padre, un hombre que había sido un torbellino de fuerza y energía, ahora reducido a la fragilidad de su enfermedad. Su cuerpo esquelético apenas sostenía la ropa que colgaba de él, y sin embargo, alzó la vista y me encontró en la ventana.

Nuestras miradas se entrelazaron en una comunicación sin palabras, un diálogo de amor, miedo y aceptación. En sus ojos vi la comprensión de la situación, la aceptación de su destino, y quizás, un destello del hombre que una vez fue. Era como si él supiera que yo estaba allí, observándolo, reflexionando sobre la crueldad de una vida que puede voltearse en un instante.



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En el texto hay: yo, aqui, ahora

Editado: 17.01.2024

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