¿por qué yo, por qué aquí, por qué ahora?

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Los dos libros para la resurrección

 

A los ocho años, mi mundo era pequeño, centrado en los juegos infantiles, en las tierras de juego que ofrecía Villatuelda y las voces de mi familia. Sin embargo, una conversación entre vecinos fue mi primera pincelada con la realidad de la vida adulta, con sus miedos y sus dolores. Hablaban de enfermedades, de cirugías, de un vecino que necesitaba una operación. Sus voces se teñían de una seriedad que yo, a mis ocho años, no podía comprender del todo, pero que sentía con la pesadez de algo grande y ominoso.

La vida siguió su curso y los juegos infantiles dieron paso a la conciencia creciente del mundo que me rodeaba. No, no era solo dinero, ser pobre. Un día, presencié un accidente de coche. Los sonidos del impacto, los cristales rotos y los gritos de la gente se grabaron en mi mente joven con una claridad aterradora. Fue un choque brutal con la fragilidad de la existencia, un recordatorio violento de que la seguridad era una ilusión, que la vida podía cambiar en un instante.

Alrededor de los diez años, otro incidente vino a reforzar esta noción. En Villatuelda, la televisión era un lujo que no todos podían permitirse, así que íbamos a la casa de unos vecinos para ver los programas. Una noche, emitían un programa sobre accidentes de coche, y las imágenes crudas y sin filtrar de la tragedia me impactaron de tal manera que me desmayé. El miedo y la impotencia ante esa hipersensibilidad que yo sentía me abrumaron, y mi cuerpo joven reaccionó con la única salida que encontró: la pérdida de la conciencia.

Estos episodios, grabados en la tela de mi ser, me enseñaron sobre la precariedad de la vida, pero también sobre la necesidad de encontrar algo que ofreciera consuelo y comprensión, que no encontraba en la superficialidad de la vida a mi alrededor. Fue entonces cuando, años más tarde, encontré "El Zen y Nosotros" y un libro de yoga que compró mi hermana en el Círculo de Lectores. Eran promesas de paz y de un camino hacia la serenidad, hacia un entendimiento más profundo de la vida y mi lugar en ella.

El Zen, con su enfoque en el momento presente y la aceptación de la realidad tal cual es, me ofreció un bálsamo para la ansiedad que había crecido en mí. Aún recuerdo frases de ese libro “...en las mismas fronteras de nuestro universo mental se esconde otra vida totalmente diferente y desconocida para nosotros”. El yoga, con sus posturas y su respiración consciente, se convirtió en un refugio físico y mental, una forma de fortalecerme y de aprender a permanecer centrado incluso cuando el caos acechaba. El yoga me enseñó a entender la acción humana más importante de todas: respirar. Y a entender lo patético del mundo de la alimentación convencional. Pero sobre todo me enseñó un ejercicio, que a día de hoy sigo practicando, y que por sí solo podía transformar la vida física y mental de una persona: el kapalasana. 

Estos dos libros fueron mis guías para la resurrección personal, caminos hacia una renovación del espíritu, en soledad. Me enseñaron a encontrar la calma en la tempestad, a entender que la fortaleza no reside en la invulnerabilidad, sino en la capacidad de enfrentar la vulnerabilidad y transformarla en crecimiento y comprensión. Con su sabiduría, comenzaba a construir mi nueva vida, a entender que no era solo la herencia, la pobreza, la falta de habilidades sociales o el aspecto físico, que había mucho más y estaba siempre aquí conmigo, “en las mismas fronteras de mi universo mental”.

Y entendí algo muy importante para mi vida, tal y como decía el libro de yoga, que “vale más un gramo de práctica, que una tonelada de teoría”. 

Nunca jamás, a lo largo de los años, y hasta hoy mismo, tuve la tentación de hacer ningún curso, de ir a ningún centro a practicar o de buscar a alguien que me instruyera, un maestro quizás. Entendí perfectamente que esa profundidad que yo necesitaba como el comer y ese entendimiento más allá de las apariencias jamás me lo daría nadie, ni nada… al contrario, perdería con ello, si me mezclara con los demás, la oportunidad de volverme profundo en un mundo amenazante y absurdo, de total incertidumbre.

Y mi vida se fue transformando poco a poco, pero el cambio no estaba por fuera, sino por dentro. Ver a los demás, mis hermanas, mi madre, amigos, compañeros de trabajo… tan hacinados en su día a día, tan preocupados por el dinero, la apariencia, la presunción, el éxito, los demás, los acontecimientos sociales… me parecía ridículo. Y yo era uno más para ellos, uno más luchando en el día a día, uno más en la apariencia social, en los deseos, en la búsqueda del placer y la huída del dolor, pero por dentro era un ser que observaba sutilmente, que sentía más allá de la apariencia, de lo que se ve y se oye. 

Recuerdo, de aquellos años juveniles, que el reflejo en el espejo había sido siempre para Emilio una fuente de conflicto interior. Ser bajo y delgado le había hecho blanco de burlas durante su infancia y adolescencia, y aunque con el tiempo había aprendido a encogerse de hombros ante los comentarios, en lo más profundo de su ser, esas palabras habían dejado una cicatriz. Se veía a sí mismo más como una sombra en la pared que como una figura sólida y presente.

Pero la llegada de "El Zen y Nosotros" y aquel libro de yoga a su vida marcó el comienzo de una transformación profunda. No fue algo repentino, sino más bien un florecer gradual, como el lento abrir de una flor que había estado esperando la primavera correcta para mostrar su belleza al mundo.

Emilio aprendió a sentarse en silencio, a sentir cada respiración, a comprender que el cuerpo no es solo un vehículo para moverse por el mundo, sino también un templo donde reside el espíritu. Las meditaciones le enseñaron a respetar su forma física, a verla como algo más que medidas y estatura. Todo ello era un acto de amor propio, un reconocimiento de su valía intrínseca.



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En el texto hay: yo, aqui, ahora

Editado: 17.01.2024

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