¿por qué yo, por qué aquí, por qué ahora?

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La impotencia y la soledad

 

El cursor parpadea en la pantalla, un recordatorio constante de las palabras que he vertido sobre estas páginas digitales, palabras que han empezado a contar mi historia, la historia de Emilio. Pero ahora, sentado en la penumbra de mi estudio, me invade un silencio denso, un vacío que parece absorber cada pensamiento y cada certeza que alguna vez tuve.

El resumen de mi vida, hasta ahora, yace ante mí, una narración de luchas, de amor, de pérdidas y de encontrarse a uno mismo. Sin embargo, la crisis económica que atravieso ha comenzado a erosionar no solo mi seguridad financiera sino también las bases de mi matrimonio. Olga y yo, que hemos estado juntos por tantos años, nos encontramos a la deriva, separados por un mar agitado de preocupaciones y miedo.

Los pensamientos de incertidumbre me asaltan sin cesar, olas incesantes que golpean contra la roca de mi resolución. Intento concentrarme en mi autobiografía, en la tarea de dar forma a mi pasado, pero los temores del presente son distracciones que no puedo ignorar. Se entrelazan con los recuerdos, tiñendo cada momento feliz con una sombra de duda sobre el futuro.

Me siento desolado, hundido en una tristeza que no esperaba a estas alturas de mi vida. Siento el peso de la soledad, esa compañera fría que se sienta a mi lado mientras Olga se refugia en su mundo, tratando de encontrar sus propias respuestas a las preguntas que nos acosan día y noche.

La pantalla del ordenador es un espejo donde veo reflejado al hombre que fui y al que soy ahora. Las líneas de mi rostro se han profundizado, no sólo por el paso del tiempo sino también por la carga de la preocupación. Me pregunto cómo he llegado a este punto, cómo el amor que ha sido mi faro durante cuatro décadas parece tambalearse bajo la presión de la realidad.

Cierro los ojos, buscando en mi interior algo de la paz que encontré en aquellos libros de zen y yoga, pero la serenidad me elude. Me siento como si estuviera en el ojo de un huracán, con todo girando a mi alrededor, fuera de control.

Y en esta oscuridad, me doy cuenta de que necesito ayuda, un apoyo que no puedo, o no quiero, pedir. El orgullo, ese viejo amigo y enemigo, me mantiene en silencio. Y sé que este miedo me sumerja en la inacción.

Con un suspiro que parece llevarse una parte de mi alma, sigo con la mirada firme en la pantalla. Pensando en algún milagro que pudiera resolver el drama.

En la quietud de mi hogar, donde una vez resonaron las risas y los sueños compartidos, ahora reina una calma tensa, el preludio de una tormenta que cambiará el paisaje de mi existencia. Olga, mi compañera de cuatro décadas, la mujer que dio forma a la mitad de mi mundo, ha decidido que nuestro camino juntos ha llegado a su fin.

El dolor de esta revelación me duele tanto que no sé ni cómo puedo soportarlo.  La crisis económica, que ha sacudido los cimientos de nuestro hogar, ha llevado a Olga a un límite que nunca pensé que alcanzaríamos. En su mirada, donde una vez encontré amor y comprensión, ahora veo el reflejo de un resentimiento que corta más profundamente que cualquier palabra.

Ella me culpa por las oportunidades perdidas, por los sueños que se disiparon como niebla al amanecer, por no haber sido el proveedor que ella esperaba. Las decisiones que tomé, impulsadas por la esperanza y a veces la necesidad, ahora parecen ser las páginas de un capítulo que ella desearía arrancar de nuestra historia.

La idea de la separación, de un futuro donde la presencia de Olga no sea más que un eco en los pasillos vacíos de alguna casa, es un abismo frente al cual me paro tembloroso. Pero más desgarrador aún es el pensamiento de que nuestra hija, el tesoro más preciado de nuestro amor, se convierta en una figura distante, inalcanzable.

La perspectiva de desvanecerme de la vida de mi hija, de no verla más reír o incluso enfrentar sus propios retos, es una tormenta que amenaza con arrasar lo poco que queda de mi ser. Pero en el corazón de esta tormenta, sé que la decisión de Olga es inamovible. No hay palabras de consuelo o promesas de cambio que puedan reconstruir lo que se ha roto.

Con el corazón pesado, me enfrento a la realidad de que tendré que comenzar de nuevo, solo, o tal vez en otra vida. La soledad, alguna vez una mera sombra en los márgenes de mi vida, ahora se prepara para tomar el escenario central. La idea de la desaparición, de dejar todo atrás, se cierne sobre mí no como una elección, sino como un destino inevitable.

En la profundidad de la noche, la posibilidad de un futuro sin mi mujer y mi hija me estremece hasta la médula. Por ahora, con las palabras y los recuerdos como mis únicos compañeros, continúo escribiendo, documentando el final de un capítulo y el inicio de otro desconocido y aterradoramente solitario.

Me pregunto cómo el dinero se convirtió en el juez y verdugo de mi historia. La responsabilidad de los fracasos recae sobre mis hombros, una carga que llevo con un dolor que no cesa. No puedo evitar sentirme responsable, el arquitecto de mi propia ruina y, al parecer, la de aquellos que me rodearon.

La acusación silenciosa que percibo en las miradas evasivas y los saludos que se vuelven cada vez más escasos, resuena como un eco en mi mente. Me resulta inconcebible que el amor, los lazos forjados a lo largo de los años, puedan desmoronarse ante la adversidad económica. ¿Es posible que el amor y la amistad estuvieran condicionados por la seguridad financiera, o aparentemente financiera?

En estos momentos de soledad, busco respuestas en la quietud. El ruido del mundo exterior parece distante, irrelevante frente a la introspección forzada que ahora enfrento. Los amigos, los compañeros de trabajo, incluso los familiares, todos parecen haberse replegado, dejando un espacio que resuena con la ausencia de sus voces y su apoyo.



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En el texto hay: yo, aqui, ahora

Editado: 17.01.2024

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