¿por qué yo, por qué aquí, por qué ahora?

EL HIJO DE ANACLETO

EL HIJO DE ANACLETO

El sonido de las ruedas del tren chirriando contra los rieles era ensordecedor. Emilio, con solo seis años, estaba pegado a la ventana, los ojos grises ampliados por la curiosidad y el temor tenían una emoción indescriptible. Las vastas extensiones de campo que había conocido en Burgos estaban siendo reemplazadas gradualmente por paisajes industriales, construcciones y, eventualmente, las estructuras metálicas de las fábricas que dominaban Barakaldo.

Adela, su madre, sostenía su mano con firmeza, transmitiendo un consuelo silente, una promesa de que todo estaría bien. Marisol, su hermana, por otro lado, miraba con una mezcla de entusiasmo y nerviosismo, emocionada por el cambio de vida, pero preocupada por lo desconocido.

Cuando el tren finalmente se detuvo, Emilio sintió una oleada de emociones. El aire estaba cargado con el olor del carbón y el metal, muy diferente al aroma fresco y terroso de su pueblo natal. La estación estaba llena de gente, un bullicio de voces, risas, gritos y el ocasional llanto de un bebé. Era una cacofonía de sonidos y sensaciones que abrumaba los sentidos del pequeño Emilio.

Mientras salían de la estación, las calles de Barakaldo se desplegaban ante ellos. A diferencia de las carreteras de tierra y los campos abiertos de Burgos, aquí todo parecía más estrecho, más

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compacto. Edificios de ladrillo rojo se alineaban uno junto al otro, con ropa colgando en balcones y niños jugando en los callejones.

Pero lo que más llamó la atención de Emilio fueron las fábricas. Eran enormes, con sus chimeneas escupiendo humo y sus estructuras de acero que parecían tocar el cielo. Le recordaban a gigantes dormidos, esperando despertar en cualquier momento.

La familia caminó por las calles, llevando consigo sus pocas pertenencias. Las miradas curiosas de los vecinos se posaban sobre ellos, pero también hubo sonrisas amables y saludos de bienvenida. Anacleto, con su postura erguida y su mirada temerosa, buscaba el camino a su nuevo hogar, un modesto piso de 50 metros en un edificio antiguo del barrio.

El piso tenía dos habitaciones pequeñas con apenas espacio para una cama y un armario en cada una, un salón de apenas diez metros cuadrados que debía funcionar como el centro de la vida familiar, y una cocina minúscula que, aunque limitada en espacio, se convertiría en el refugio favorito de Emilio.

La cocina tenía una ventana que daba a un patio interior, un pequeño oasis en medio de la densidad de la ciudad. Emilio pasaba horas allí, con la barbilla apoyada en el alféizar, observando la vida del patio. Podía ver a otras familias, a los niños jugando, a las mujeres tendiendo la ropa y a los gatos merodeando en busca de comida. Esa ventana se convirtió en su portal a otro mundo, un rincón desde donde observar y soñar.

Esa primera noche, Emilio se acostó en una cama extraña, en una habitación diferente, rodeado de sonidos y olores

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desconocidos. Sin embargo, junto a él estaba su hermana, un recordatorio de que, sin importar el lugar, no estaba solo.

En los días y semanas siguientes, Emilio experimentó un torbellino de emociones: su primera visita a una tienda local, su primer amigo en el barrio, su primer día en la escuela. Cada experiencia estaba teñida de asombro, miedo y curiosidad. Pero, con el tiempo, Barakaldo comenzó a sentirse como su hogar, un lugar donde Emilio, el hijo de Anacleto, encontraría su propio camino.

1962, España estaba bajo el régimen franquista, un período que dejó huellas imborrables en la historia del país. Barakaldo, como parte del País Vasco, no era ajeno a las tensiones políticas y culturales que se gestaban. Pero para Emilio, todo eso era un ruido de fondo, una serie de murmullos incomprensibles de adultos. Lo que sí podía entender era el cambio palpable en su vida diaria.

Barakaldo representaba un mundo nuevo para Emilio. Después de dejar la tranquilidad rural de Burgos, se encontró en un entorno industrializado, donde el humo de las fábricas coloreaba el cielo y el ruido de las máquinas se mezclaba con el bullicio de la gente. El barrio en el que se asentaron era humilde, con edificios bajos y calles estrechas, en las que los vecinos se conocían por su nombre y los niños jugaban al fútbol con balones desgastados en las calles todavía sin asfaltar.

Anacleto, el padre de Emilio, comenzó a trabajar como peón en una de esas grandes fábricas que definían la silueta de Barakaldo. Su trabajo era duro, tóxico y las jornadas eran largas. A menudo volvía a casa con las manos negras por el carbón y el

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cansancio marcado en su rostro, pero lo hacía con el orgullo de saber que estaba proporcionando a su familia una oportunidad para un futuro mejor.

Adela, por su parte, se adaptó rápidamente al ritmo de vida del barrio. Conoció a sus vecinas, mujeres que compartían recetas, chismes y se ayudaban mutuamente en tiempos difíciles. Marisol, la hermana mayor de Emilio, se convirtió en su sombra protectora en este nuevo entorno. Con 10 años, ya había asumido un aire de madurez, cuidando de Emilio en la escuela y en las calles.

Emilio, con su figura delgada y tímida, a menudo se sentía abrumado por la magnitud de todo. La ciudad, el tráfico, su gente apresurada y sus tiendas brillantes, le parecía un laberinto interminable. Sin embargo, con el tiempo, comenzó a encontrar sus dos pequeños refugios: un rincón tranquilo en su pequeño piso donde pasaba horas jugando a soldaditos y una explanada verde junto a su casa, con árboles, donde pasaba horas imaginando, observando a los insectos y las lagartijas.

La vida en Barakaldo era una mezcla de desafíos y pequeñas alegrías. Aunque la familia enfrentaba muchas dificultades económicas, las sombras de un régimen autoritario y el sentirse discriminados por ser emigrantes y pobres, también encontraban momentos de felicidad y unión. Las cenas en familia, las celebraciones con los vecinos y las tradiciones vascas que comenzaron a adoptar, eran un alivio para sus vidas en este nuevo hogar. Y para Anacleto, la idea de ir a su pueblo natal en verano, cuando tuviera vacaciones, era algo que le animaba y le emocionaba.




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