Estaba a punto de saltar de mi edificio.
Ya no me quedaba nada. El cáncer me consume lentamente. Mi madre murió hace unos días. No hay nada más. Nadie. Solo los millones de mis padres, que pasaron toda su vida trabajando. ¿Y para qué? Si se murieron antes de poder disfrutar un solo centavo.
No me importa qué hagan con todo eso después de que me vaya. Que lo donen, que lo tenga el banco. Qué más da. No será mi problema.
El viento me azotaba la cara. La noche era más oscura que de costumbre. Todo sigue en movimiento alrededor, pero yo estoy detenido. La vida no tiene sentido. Nunca lo tuvo.
Ya estaba a punto de tirarme al vacío. Cerré los ojos y comencé a caminar, sintiendo el borde bajo mis pies.
Pero algo me detuvo.
Un ruido.
¿Qué era eso?
Unos ladridos.
Abrí los ojos y vi, a varios metros de distancia, un perro mirándome. Ladrando. Como si intentara decirme que no lo hiciera.
Lo ignoré.
Pero no paraba.
No podía tirarme. No quería matar a ese animal también. Si por mi culpa él muere…
No me iba a tirar.
Cuando bajé del muro, ya no se escuchaban ladridos.
Parece que me estaba diciendo que no lo hiciera.
¿Qué digo? Era solo un perro ladrando.
Bajé hasta la entrada.
El perro ya no estaba.
¿Me lo estaría imaginando?
Hoy no intentaría matarme. Lo haría mañana.
Ahora tenía hambre.
Salí a comprar algo de comida.
Me detuve frente a una tienda de espejos. Mi reflejo en los cristales.
Sigo siendo guapo, pero el cáncer ya se nota. Me está comiendo por dentro.
Seguí caminando hasta el supermercado. El lugar era cálido.
No sabía qué comprar. Me sentía mareado.
Me desplomé en el suelo.
Cuando abrí los ojos, una chica de cabello negro me miraba.
—Por fin despierta —dijo, preocupada.
Mi frente estaba fría.
—Te puse eso para que te refrescaras. También te preparé una sopita —sonrió.
Su sonrisa me hizo sentir algo extraño. ¿Vivo? No. No puede ser eso.
¿Sabe quién soy? ¿Sabe que tengo dinero?
Todas venían por eso.
La miré con desconfianza.
Comí en silencio.
—Tengo que volver al trabajo —dijo de pronto, levantándose.
Me di cuenta de que me había terminado toda la sopa.
¿Qué está pasando esta noche?
Falló mi intento de suicidio.
Un perro me ladra.
Una chica me cuida.
¿Es una señal?
Da igual. Mañana lo intento de nuevo.
Me terminé la sopa y me acerqué a la caja registradora. La chica seguía ahí, atendiendo.
—¿Se siente mejor, señor? —preguntó con otra sonrisa.
Se nota que es de esas personas que ven el mundo de color de rosa.
—Toma. —Le tendí doscientos euros.
Se quedó en shock. Seguro los acepta. Todos lo hacen.
Pero no.
—No, por favor. Es demasiado dinero. Yo lo ayudé porque hay que ayudar a los demás.
¿Qué demonios le pasa a esta chica?
—Dime tu edad.
—¿Mi edad? Pues… tengo 25 años.
—Imposible.
—¿Qué? —me miró confundida.
No puede ser. Ese cabello negro corto, esos ojos azules intensos, su estatura de enana. Pero, sobre todo, su cara de niña.
—Nada. Acepta mi dinero. —Le acerqué los billetes.
Ella empujó mi mano de vuelta.
—No, señor. No lo necesito.
Qué chica más cabezota.
Solté un suspiro, guardé el dinero y fui a llenar mi canasta con todo lo que pudiera cargar.
Cuando llegué a la caja, ella miró todo lo que había comprado.
—Son 130 euros… ¿No es mucho?
—Si no aceptabas mi dinero, lo haré así.
Le tendí los 200 euros.
—Quédate con el cambio.
Me miró. Parecía molesta.
—¿Qué pasa?
—Nada, señor. Vuelva cuando quiera. —Sonrió de nuevo, pero esta vez se notaba forzada.
Salí del supermercado con más comida de la que podía necesitar. ¿Qué iba a hacer con todo esto?
No quería volver a casa. Total, nadie me esperaba.