¿Qué es la perfección?
En AR Company todos lo saben: Calum Peters.
Mucho gusto, soy yo. Entré como becario a los veinte y, cinco años después, soy vicepresidente. “Prodigio” le llaman; yo digo que fue trabajo duro. Mi apellido ayuda, claro, pero no se llega aquí solo con un apellido.
Hoy, todo lo que he construido está en riesgo… por un simple mensaje.
Mamá: Almuerzo familiar el sábado, no lo olvides, cariño.
Mamá: Ah, y no olvides traer a tu pareja. 😘
El corazón me dio un vuelco. Sí, lo arruiné. Decirle a mamá que era gay para librarme de una cita a ciegas no fue brillante; rematar con que ya tenía novio fue un error garrafal.
Apoyo la frente contra el teléfono, como si la presión pudiera deshacer lo dicho. El silencio de la oficina se me clava en los oídos; solo se escucha el zumbido bajo del aire acondicionado.
Un toque suave en la puerta me saca de mis pensamientos.
—Adelante —digo, intentando sonar imperturbable.
La puerta se abre. Y ahí está Sean: camisa mal abotonada, chaqueta arrugada, ni rastro de corbata. Una sonrisa descarada que parece pegada con pegamento. Y, como siempre, llega con ese aroma entre café recién molido y chicle de menta que invade todo mi espacio personal.
—Hola, vice. Traje los documentos —anuncia, dejándolos caer en mi escritorio con un golpe que hace vibrar mis bolígrafos.
Lo escaneo de arriba abajo con gesto de desaprobación.
—Ya te dije que no me llames así. ¿Y la corbata?
Él arquea una ceja, exagerando el gesto.
—La corbata estorba. ¿Para qué sufrir?
Sus ojos verdes se cruzan con los míos. En ese segundo de choque visual, sé que este día será un dolor de cabeza.
—Si eso es todo, puedes irte —indico con la mano, seco.
Sean se encoge de hombros, sonríe con esa mezcla de insolencia y encanto irritante.
—No te enojes, vice. Tal vez solo tienes hambre. ¿Sabías que el hambre provoca mal humor? —lanza la frase como si fuera un médico dándome diagnóstico gratuito.
No respondo. Solo lo despido con un gesto. Pero antes de salir, deja caer otra bomba:
—Ah, no olvides confirmar si asistirás a la cena de la compañía.
Cierro los ojos con fuerza. Cenas de compañía… nada más que horas desperdiciadas en fingir que me agrada socializar.
Respiro hondo, pero el aire sabe a tinta y tensión. Intento leer el informe frente a mí; las letras bailan. Estoy demasiado distraído.
Opciones, necesito opciones. Podría decir que mi “novio” me dejó… aunque eso solo abriría la puerta a consejos sobre lo rígido que soy. Podría admitir que mentí… pero sería mi sentencia de muerte.
El mareo de la frustración me empuja a levantarme. Salgo de la oficina rumbo a la sala de descanso. El reloj marca la 1:00 PM. Hora de almuerzo. Sin sorpresa, mi secretaria no está en su escritorio.
Camino por el pasillo. El eco de mis pasos resuena contra las paredes grises. La sala de descanso me recibe con olor a café barato y galletas rancias de máquina expendedora. Justo cuando voy a empujar la puerta, escucho voces.
—¿Pero estás bien? —pregunta una voz aguda.
Me detengo. La puerta está entreabierta. Me inclino apenas y reconozco a las dos mujeres dentro: Sara, de marketing, y Leah, mi asistente.
—Ya no aguanto —dice Leah, con la voz rota—. Es un ser repugnante. ¿Sabes qué me dijo cuando pedí el día para ir al hospital a visitar a mi madre?
—¿Qué? —Sara frunce el ceño.
—Que no, porque “no era productivo para la empresa”. Que si iba, sería abandono de trabajo y me despediría… —Leah rompe en sollozos, el sonido desgarrando el ambiente estéril.
—El vicepresidente sí que es un caso… —murmura Sara, cruzando los brazos.
Cierro los ojos. Ya no necesito café. Me doy media vuelta, tragándome el nudo que me aprieta la garganta, y regreso a mi oficina.
No importa lo que digan. Subí y ellos no. Eso debería hablar por sí mismo.
Me dejo caer en la silla. Necesito ayuda. Mi única opción: Dylan. Mi mejor amigo desde hace diez años. Él puede sacarme de esta. Aunque… pedirle que finja ser mi novio suena a locura.
Pero mis padres lo conocen. Puedo decirles que la amistad se volvió algo más. Sí, funcionará.
Respiro hondo. Paso una mano por mi cabello pelirrojo, despeinándolo. Marco su número.
Un pitido. Nada. Segundo pitido. Nada. Tercero. Nada. La llamada muere. Golpeo el escritorio con frustración. El celular vibra: un mensaje suyo.
Dylan: ¿Qué pasó? Estoy en una junta aburridísima.
Calum: Necesito tu ayuda.
Las palomitas se pintan de azul, pero no responde. Hasta que vibra de nuevo. No es Dylan.
Sean: No olvide su asistencia.
Genial. Lo ignoro. Tiro el celular al escritorio.
Vuelve a vibrar. Bajo la pestaña de notificaciones sin abrir la app.
Dylan: ¿Qué pasa?
Ahora o nunca. Mis dedos vuelan.
Calum: ¿Podrías fingir ser mi novio este domingo? Prometo recompensártelo y te explicaré todo luego. ¿Sí?
Pulso enviar. Bloqueo la pantalla. Lo dejo boca abajo. Mis manos tiemblan. Qué vergüenza.
El celular vuelve a vibrar. Mi estómago se encoge. ¿Y si me dice que no? ¿Y si arruino nuestra amistad de diez años?
Lo tomo. Cierro los ojos. Lo abro.
"Tú puedes, Calum. Afronta lo que hiciste."
Parpadeo. ¿Qué demonios?
Sean: ¿Cómo sabías que alquilarme como novio era mi segundo trabajo? 😂
¿Emoji? ¿Él? Mi corazón da un salto acrobático. Y antes de que pueda asimilarlo, llega otro mensaje.
Dylan: ¿Me vas a decir?
Espero. ¿Qué? Si Dylan me acaba de contestar… ¿quién fue el primero?
Miro el nombre del contacto. Sean.
Demonios. La cagué. La cagué en grande.
¿Decirle que era broma? No me creería. El emoji sigue brillando en la pantalla y, juro, puedo escuchar su risa desde el otro lado del edificio.