Darlene había ordenado encerrar a su nieta Sarah en una de las habitaciones de la planta baja tras el enfrentamiento que ésta tuvo con su prima Isabelle. La joven, resignada, se sentó en la cama, abrazando sus rodillas mientras contemplaba la oscuridad de la habitación. Sabía que su abuela no tenía reparo en olvidarse del lazo familiar que las unía si ella intentaba escapar o intervenir de alguna manera.
«¿Cómo puedo salvar a Ethan? Si intento algo, mi abuela no tendrá piedad...»
La angustia la invadía. Recordó la desesperación en los ojos de Ethan y las palabras que le había dicho. Sabía que no podía quedarse de brazos cruzados, pero también entendía el peligro que corría.
Sarah se puso de pie, sintiendo su corazón palpitar intensamente. No podía permanecer quieta mientras Ethan corría un riesgo. Con firmeza, se dirigió hacia una pared cercana, desde donde percibía voces que provenían de la habitación adyacente. Se inclinó y acercó su oído a la pared, esforzándose por escuchar cada palabra.
—¿Dónde se encuentra el cuarzo de celestita? —La voz de la Señora Castelli sonó fría y autoritaria.
—No sé a qué te refieres. No poseo ningún cuarzo. —Contestó una mujer con determinación.
—No tengo tiempo para tus distracciones, Rebecca. El cuarzo por tu hija.
«Rebecca, la madre de Gianna.» Pensó Sarah. Se sorprendió al notar que Rebecca también estaba allí, cautiva.
—No trates de engañarme. Sabemos que tú lo escondiste. Si no colaboras, daré la orden para acabar con tu hija, Gianna —advirtió la sacerdotisa con tono amenazante.
—Gianna no está contigo. Ella se encuentra en la mansión Celestite, y allí está a salvo —respondió Rebecca con valentía.
—¿Estás del todo segura? Nuestros informantes tienen otra versión. Este es tu último aviso —replicó Castelli con una sonrisa siniestra.
—No tienes poder sobre mí —afirmó la bruja con desafío.
Sarah sintió un escalofrío al escuchar las amenazas de la Señora Castelli. Sabía que debía hacer algo. Rebecca estaba arriesgando todo por proteger a Gianna y a la mansión. La valentía de Rebecca la inspiró a seguir adelante.
«Tengo que hacer algo. No puedo quedarme aquí y permitir que esto continúe.» pensó Sarah.
De repente, oyó pasos que se acercaban a la puerta de su habitación. Se apartó rápidamente de la pared y se sentó otra vez en la cama, simulando que estaba resignada. La puerta se abrió y apareció Isabelle, con una mirada llena de desconfianza.
—¿Qué haces, Sarah?
—Nada, solo... solo reflexionando —respondió la joven con voz temblorosa.
—Más te vale no intentar nada imprudente —contestó Isabelle con desdén.
Isabelle cerró la puerta de golpe, dejándola nuevamente en la penumbra. Sin embargo, esta vez Sarah no se sentía sola ni vencida. Era consciente de que había personas luchando por Gianna y por Ethan.
«Saldré de aquí. Ayudaré a Ethan y a los demás» susurró Sarah para sí misma.
Con renovada determinación, Sarah comenzó a pensar en un plan para escapar y avisar a Berenice y a las chicas de la situación crítica. Sabía que el tiempo era esencial y que debía actuar rápidamente para salvar a todos los que consideraba su verdadera familia.
Sarah se levantó de la cama y comenzó a caminar por la habitación, tratando de calmar la oleada de pensamientos que inundaban su mente. Debía ser meticulosa; cualquier error podría costarles caro a todos. Se acercó a la ventana y, con cuidado, corrió las cortinas para observar el exterior. La noche estaba en su apogeo, la oscuridad apenas rota por la luz tenue de la luna que bañaba el patio de la mansión. Vio las sombras de los guardias patrullando, su andar mecánico y predecible. Con cada paso que daban, el plan de Sarah se iba formando con mayor claridad.
«Necesito encontrar la manera de deshacerme de Isabelle primero», pensó. Sabía que mientras Isabelle estuviera alerta, cualquier intento de escape sería en vano. Se detuvo un momento, recordando los pocos objetos que había en la habitación. Una silla de madera, una pequeña mesa con una lámpara antigua y un armario que había sido sellado desde su llegada. Todo parecía inútil, pero Sarah sabía que tenía que hacer algo con lo que disponía.
Sarah decidió que lo primero sería distraer a Isabelle. La conocía lo suficiente como para saber que su desconfianza era su punto débil. Quizás, si podía hacerle creer que había bajado la guardia, Isabelle podría cometer un error. Con un plan rudimentario en mente, Sarah se tumbó de nuevo en la cama, esperando el momento adecuado. Su corazón latía con fuerza, pero no dejó que el miedo la dominara.