Dixon empujaba el féretro donde reposaba el cuerpo que acababa de embalsamar, a través de un pasillo con cortinas verdes, que trataba de emular el color de los prados en verano, y que pretendía sugerir la esperanza del paso de las almas al siguiente nivel, después de la muerte. Algo, tan enigmático para todos los seres humanos, sin la certeza de que existíera algo más. El juego cromático y de simbolismos de los colores en las funerarias era muy importante para este tipo de recintos, y como lo decía el gerente de Nueva Vida; esta parafernalia, debía transmitirles a los familiares de los fallecidos un poco de paz, después de su terrible pérdida. Cuando terminó de recorrer el pasillo, llegó a una sala abierta al público donde se encontraba la recepción. Saludó a Dara, la recepcionista, con un ademán y agradeció que ya hubiera regresado de su permiso. Luego, dobló a la izquierda e ingresó a la sala de velación 2A.
Detrás de él, un hombre; visiblemente afligido, lo seguía con pasos pausados, pero firmes. Tenía alrededor de 87 años. Su cabello; tan blanco como la nieve recién caída, delataba su edad, y sus manos tenían un leve temblor que evidenciaban un claro diagnóstico de Parkinson. Las arrugas de su rostro escondían la terrible tristeza que lo embargaba. A pesar de su aflicción, en su expresión se dibujaba un rictus de coraje y valentía, tratando de esconder la desdicha que lo consumía por dentro. Acababa de perder a su esposa, una mujer que era muy: “tierna y cariñosa”, como el mismo le había descrito a Dixon, mientras le indicaba el proceso de velación de su mujer.
Una vez que, el técnico en tanatopráxia ubicó el féretro en el lugar indicado, ayudó a poner al hombre en una de la sillas revestidas con terciopelo, que servían de descanso para los familiares que velaban el cuerpo, alrededor del ataúd de su ser querido. Cuando terminó de sentarlo; y luego de expresarle por quinta vez condolencias por su pérdida, varias personas y de diferentes edades, que Dixon concluyó eran también familiares de la mujer fallecida, ingresaron a la sala de velación 2A. El técnico pensó que debían ser sus hijos y nietos, porque de inmediato se abalanzaron al hombre para abrazarlo, y las lágrimas alrededor de él y de su familia, empezaron a brotar.
Dixon, evitaba a toda costa contagiarse de la tristeza de las personas, y por más que sintiera algunas muertes más que otras; como la de los niños y personas jóvenes, entendía que la muerte era un suceso natural, y que era parte de su trabajo. Así se ganaba la vida y así lo había hecho su padre.
Había heredado el oficio de su progenitor, a quien acompañó y asistió, en diferentes embalsamamientos, en la época en la que el título: “Técnico en Tanatopraxia” estaba lejos de ser conocido, y desde niño se sintió atraído por la forma de la muerte. Llegó a sentirse cómodo con el silencio de los recintos mortuorios, y le tranquilizaban la paz de los despojos humanos. De alguna manera, se sentía honrado, acompañando a los fallecidos en su último viaje, antes de desaparecer de la faz de la tierra.
Revisó su reloj de pulso y este marcaba las 4:05 PM. Se preguntaba por qué la tardanza de Rogers, si él mismo, había respondido la llamada de la viuda de Joe Materson, solicitando los servicios de la funeraria con tanta premura. Esperaba poder cumplir con la familia, ya que se había comprometido que a las 6:00 PM, el cuerpo de Materson estaría descansando en su ataúd, y ya estaría ocupando su lugar en la sala de velación 3B, donde había sido asignado.
Ahora solo disponía de menos de dos horas para preparar el cuerpo; limpiarlo, desinfectarlo y preservarlo para que pareciese que durmiera, y así atenuar un poco la tristeza de sus familiares, y que estos pudieran rendirle un homenaje antes del último adiós. La impaciencia empezaba a apoderarse de sus pensamientos, y justo cuando decidió ir a la sala de embalsamamiento para preparar sus instrumentos, escuchó el auto fúnebre que conducía Rogers, rodear la funeraria y detenerse en la amplia puerta, por donde entraban los cadáveres procedentes de los hospitales o morgues de la ciudad.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta para recibirlo y ayudar a bajar el cuerpo de Materson. Pasó de nuevo por la recepción y dedicó una mirada de impaciencia a la recepcionista, y ella se la devolvió. Ambos sabían de la premura con que debían tener listo el cadáver en la sala de velación asignada. La esposa de Joe Materson, había realizado tres llamadas más, desde la última vez que había hablado con Rogers, para solicitar sus servicios, y Dara; que ya había regresado de su permiso, había tenido que explicarle que el cuerpo aún no había llegado de la morgue, y que creía que el proceso de disección estaba tardando más de lo normal. En una de las llamadas; Dixon pasaba por el lugar y Dara le había preguntado qué había pasado con el cuerpo de Materson. Este no había sabido que responder, y debía volver a la sala de embalsamamiento, porque solo había aparecido por la recepción, para recibir la ropa de la mujer que acababa de preparar para su velorio, y que vestiría por última vez.
Pasó la recepción y mientras recorría el pasillo con cortinas verdes, escuchó la voz lejana de Dara insultando a Rogers.
— Dile a ese idiota que se tardó mucho.
Dixon no respondió, pero estuvo de acuerdo con la recepcionista, en que efectivamente, Rogers era un idiota, porque estaba alterando su cronograma de trabajo.
Terminó de recorrer el pasillo y dobló a la izquierda, enfilándose hacia el auto fúnebre. Atravesó una puerta de color cromado con el letrero de: “Solo personal autorizado” y pasó a toda velocidad por la entrada de la sala de embalsamamiento, doblando finalmente hacia la derecha, para encontrarse con la rampa que lo llevaría directamente a la amplia puerta de entrada y salida de los cuerpos.
Editado: 15.09.2024