Prefacio

Presente en la Ausencia

En la sala de un hospital, un nuevo episodio destrozaba mi corazón. Marcos, Carla, Kevin y otros amigos me acompañaban mientras esperábamos nuevas respuestas de los doctores. Habíamos ingresado a Mamá Nala con un fuerte dolor en el pecho. Solo pensaba en que la estaba perdiendo. Su corazón estaba muy débil y los médicos no me garantizaban su mejoría. Ella luchaba y se gastaba porque no quería dejarme, pero eso complicaba más su salud. Trataba de contener mi angustia para darle fuerzas para luchar.

Todos los días, en el cuarto del hospital, colocaba mi rostro sobre la cama y tomaba su mano. Todos los días pedía por su recuperación, a cada minuto, a cada segundo.

Esa tarde, mientras pedía llorando que no se fuera, el sonido intermitente de la máquina que controlaba sus latidos se hizo continuo, letal. Mamá Nala yacía sin aliento. No hubo recuperación, no hubo esperanza. Mamá Nala se fue y yo con ella.

Los reflejos del sol descansaban sobre la hierba verde y cegaban mis ojos. Estaba tirada sobre la grama tratando de aceptar lo que había ocurrido y mientras intentaba hacerlo, lloraba, y me preguntaba por qué lo habías permitido. No quería estar sola, pero debía enfrentarlo, era una realidad muy dura.

Amigos y conocidos se me acercaban para darme consuelo, apoyo y compañía. Veía en sus rostros compasión por mí, pero nadie sentía lo que yo. Nadie podía entender realmente lo que inundaba mi pecho. Era una tristeza indescriptible, era desamparo, era el dolor de que Mamá Nala no pudiera disfrutar de la vida tanto como deseaba hacerlo. El dolor me ahogaba. No profería palabra y me concentraba en la búsqueda de sus ojos sin poder hallarlos, en la búsqueda de sus manos, sus palabras, sus risas, pero no estaban. Se fue y cada minuto sentía que me iba alejando de aquel lugar y de todo lo que me rodeaba. Cada minuto estaba más lejos, pero sin ella.

Mientras miraba cómo se hundía entre la hierba verde del campo y los gritos y el llanto se hacían más agudos en mis oídos, iban llegando recuerdos de mi niñez al lado de mis padres y Mamá Nala. No podía gritar la angustia que me invadía, estaba ahogándome con el dolor de no saberla conmigo. Tenía que salir de aquel lugar y así lo hice. Me alejé hasta que no escuché más el llanto de la gente y mis ojos se perdieron en el camino.

Al cabo de los días, y los meses, comencé a darme cuenta que el camino se me estaba haciendo más largo. Necesitaba un corazón con quien compartir mi pena; estando envuelta en la distancia, la lejanía, la soledad, no podría mitigarla. Así es que decidí responder a las llamadas insistentes de Marcos y Carla, quienes querían cariñosamente ayudarme a enfrentar mi dolor y vencer mi soledad. Me había negado rotundamente a seguir llevando la vida que dejé antes de la muerte de Mamá Nala, pero entendí que así nada lograría. Me decía una y otra vez que eso no era lo que ella hubiera querido para mí. De manera que me propuse vivir como ella quería que viviera y además vivir lo que ella hubiese querido vivir. Mi vida estaría guiada por sus palabras que aun guardaba en mi mente. “Nunca me desamparó. Era mi madre, de verdad lo fue”.

En todo este tiempo me había preguntado cómo era que me había encontrado tan cuerda, cómo era posible que mis sentimientos no se descontrolaran hasta el grado de querer “volar”. Toda esta experiencia resultó en cierta forma provechosa.

Me dolió su partida, pero aun en su ausencia la tenía conmigo.

Fue aquí, justo en este instante, cuando comencé a creer que no necesitaría más medicamentos. Sí, empecé a creer; volví a nacer.




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