Premoniciones: M.O.R. [1]

Capítulo 4: La chica del bus (parte 2/2)

—Una estudiante será abusada— murmuré, y apenas lo dije me pareció tan absurdo como estremecedor.

Él me observó en silencio con los ojos entrecerrados, como si intentara descifrar si me burlaba o hablaba en serio.

—¿Qué?— murmuró al fin, rascándose la cabeza con torpeza, como si las palabras hubieran sido demasiado pesadas—. ¿Una estudiante será abusada?

Asentí con un gesto firme, clavando mis ojos en los suyos, esperando que entendiera la gravedad.

Un suspiro escapó de sus labios, lento, cargado de cansancio. Por un instante pensé que se reiría, pero lo que apareció en su rostro fue algo peor: incredulidad teñida de fastidio.

—¿Es una broma?

Las palabras me golpearon con fuerza. Quise responder de inmediato, pero mi garganta se cerró como si alguien me hubiese arrebatado el aire. No era sorpresa su reacción, era lo esperado, y aun así me atravesaba cierta molestia, como un cuchillo frío.

—¿Qué acaba de decir?— insistió, esta vez con un deje de irritación.

Enderecé mi postura, clavando los hombros en el respaldo, y repetí con voz firme:

—Dije que una estudiante será abusada.

Él ladeó la cabeza, y una sonrisa cargada de ironía le torció la boca.

—¿Será?

Asentí de nuevo.

—¿Y cómo puede estar tan segura de ello?

Sus palabras se arrastraron pesadas en el aire. Mi silencio fue la única respuesta. Sabía que no había manera de explicarlo sin parecer una locura… y, sin embargo, la certeza quemaba en mi interior como si ya hubiese sucedido.

—Yo…— mis palabras se quebraron en la garganta —. Yo lo soñé.

Él se inclinó hacia mí con su sombra cubriéndome el rostro.

—¿Cree que estoy aca para perder el tiempo con historias ridículas? —su voz sonó dura, y el gesto sombrío de su cara me obligó a contener la respiración—. Le aconsejo que regrese a su casa.

Pero no podía rendirme, no después de lo que había pasado con aquella pareja.

—¡Tiene que creerme! —mi voz se alzó, temblorosa pero firme—. ¡No es la primera vez! ¿Se acuerda de la pareja que fue atacada recientemente? —sentí cómo la urgencia me carcomía cada sílaba—. ¡También lo soñé antes! Creí que era una coincidencia, nada más… pero ahora vi a la estudiante, la vi antes y después del sueño. No puedo quedarme quieta, esperando que algo ocurra cuando podría prevenirlo. —Mis manos se entrelazaron en un gesto desesperado, casi un ruego.

Él no respondió de inmediato. Su silencio pesaba como una sentencia. Me estudió con atención: mis ojos, mi temblor, mi súplica.

—¿Cuándo se supone que va a pasar? —preguntó al fin, sin que la incredulidad abandonara su voz.

—Eso… eso es lo que no sé —admití, bajando la mirada, con la vergüenza clavada en el pecho.

Él cerró los ojos unos segundos, exhalando lento. Cuando volvió a abrirlos, pude ver en su mirada que la paciencia le colgaba de un hilo delgado, a punto de romperse.

—Estamos hablando de algo que supuestamente sucederá en el futuro —su rostro se endureció, la molestia clara en cada línea—. ¿Tiene usted algún tipo de enfermedad mental?

Esta vez fue mi expresión la que se ensombreció.

—Esta bien. Si no va a creerme… entonces vas a ser quien cargue con la responsabilidad cuando algo le ocurra a la estudiante.

—¿Me está amenazando? —su voz se elevó, irritada.

—No. Le estoy advirtiendo.

Me puse de pie, con la rabia quemándome en la piel, y abandoné el lugar sin volver a mirarlo. Podía soportar que me tildaran de exagerada, incluso de paranoica, pero tacharme de demente… eso era diferente.

Deambulé sin rumbo, buscando una salida, una manera de detener lo que ya sentía inevitable. Pero ni siquiera sabía el apellido de la estudiante. ¿Cómo salvarla sin una pista?

La idea de que estaba perdiendo la razón comenzó a carcomerme. Tal vez todo era eso: coincidencias torcidas que mi mente convertía en señales. Tal vez sí estaba enloqueciendo. Y con esa conclusión, decidí enterrarlo todo, olvidar, fingir que nada de aquello había ocurrido.

Los siguientes dos días se deslizaron con normalidad, tan tranquilos que hasta empecé a convencerme de que había exagerado. Pero el tercer día, el miedo volvió a tomar forma.

La jornada había sido corriente, casi monótona. Regresé del trabajo, me puse la ropa de dormir y entonces, el golpe seco en la puerta me arrancó del letargo.

Me acerqué con cautela, y en el monitor de seguridad apareció un rostro que reconocí al instante, acompañado de dos hombres más. Una incomodidad se me instaló en el pecho.

Abrí la puerta.

No tuve tiempo de preguntar nada; mi expresión fue la que habló por mí, reclamando respuestas.

—Loa Unsen, queda arrestada por complicidad en un delito sexual. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra —su voz fue cortante, casi mecánica, antes de que los hombres tomaran mis manos y las aseguraran con esposas metálicas.

—¿De que estas hablando? —estallé furiosa, forcejeando.

—Lo sabrá en la estación policial. —con un simple gesto, ordenó que me llevaran.

Lo miré, perpleja, como si sus palabras fueran un idioma que no alcanzaba a comprender. La confusión me golpeó con tanta fuerza que apenas podía respirar. Nada encajaba, y sin embargo, el frío del metal en mis muñecas era demasiado real.

Me encontraba encerrada en una celda fría de la estación de policía. El silencio era tan opresivo que hasta el zumbido de los fluorescentes me resultaba insoportable.

—¿Vas a decirme por qué estoy aca, detective Frago? —pregunté, con la rabia mezclándose con el desconcierto.

Él esbozó una sonrisa torcida, cargada de ironía, y me lanzó una chaqueta arrugada.

—La traje de tu departamento. Vas a necesitarla esta noche. —Se inclinó hacia mí, su voz cortante—. Ahora decime… ¿cuáles son los nombres de los chicos que abusaron de la estudiante?

Lo miré sin comprender, como si hubiera escuchado un disparate.




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