Preparador

Primera Parte El hombre de la mochila

Capítulo 1

Preparador

Octubre

Segunda semana del colapso financiero

“Aquel no era el típico paisano” – Pensó – No había tratado de anunciar su presencia con un saludo. Ni siquiera lo había visto venir. Que permaneciera tan cerca de su nuca, resoplando, a pesar del trabajo que le había llevado disimular su puesto de observación le hizo temblar como una hoja. Cuando escuchó el nítido sonido del cartucho al entrar en la recámara, comprendió que estaba en un apuro. Se levantó y dio la vuelta despacio. Todo su campo visual estaba ocupado por el tenebroso cañón de la escopeta. No de esas que los viejos utilizaban para presumir, acumulando polvo. La habían revestida de una capa anti-corrosión gris mate. Los elementos de plástico encajaban perfectamente en su dueño, como lo demostraba la mano en el pasador. El metal estaba desnudo, una siniestra colección de tubos que exudaban aceite mineral. El otro extremo permanecía asentado en el hombro de un hombre de mirada glacial, con el dedo en el gatillo. Le había ajustado una linterna al lateral del apaga-fuegos y sobresalían cartuchos extra en el borde de la corredera. La cara se había convertido en una máscara de líneas trasversales, difuminadas, que reducía el contorno de la nariz y la barbilla a meros vestigios. El pelo desaparecía en un gorro de lana. Estaba de perfil al sol. Le costaba distinguir una silueta tan oscura. Intentó utilizar la visión periférica para localizar a su compañero. La advertencia de un chasquido de lengua le bastó para recuperar la posición inicial. Levantó las manos en un intento de ganar tiempo
– Amigo, no te pongas nervioso. Puedo explicarlo... – Un latigazo oscuro después le cortó el aliento. El dolor se irradiaba desde la nariz. A continuación, cuando estaba doblado por la mitad, lo remató con un súbito culatazo en la boca del estómago, reduciéndolo a un ovillo. Antes de que pudiera pensar el siguiente movimiento, notó el desagradable aliento de su socio en la mejilla. También a él lo había pillado. Restos de hojas y barro formaban costra en sus rodillas y yemas. Había tratado de huir a gatas. Dos bandas blancas le ajustaban las manos y los tobillos. El frío metal se apoyaba en el hueco del cuello. Él trató de forcejear. Sus esfuerzos se vieron recompensados con una quemadura en la piel. Desde su posición aquel hombre le pareció poco menos que un gigante, moviendo a su presa como si fuera un ato de trapos.
– Con la primera luz recogéis la basura que halláis acumulado y ponéis tanta distancia como den vuestros pies. Como nos topemos de nuevo os pegare un tiro en la tripa. En tres días acabareis de comida para las alimañas. ¿Habéis entendido? – Asintieron confusos mientras aquellos dos trozos de pedernal de color castaño se clavaban en sus ojos. Sin cambiar de gesto amenazador cortó las bridas. El cuchillo estaba frío y afilado, dejándoles marcas a propósito para completar la humillación. Esperaron una eternidad a que se alejara. Así la sangre pudo volver a fluir por sus miembros. Su compañero pateó el suelo, frustrado. Le miró acusador. Él tenía un ojo morado y los labios partidos. Regresaron al camino arrastrando los pies.

Recogerían la bobina de alambre de espinos que utilizaban como trampa para incautos. Se la encontraron reducida a tramos oxidados de menos de un dedo de largo. Durante el último mes les había servido para detener a los coches que todavía pasaban por la comarcal. Resultaba más eficaz que colarse en una casa aislada y ver qué sucedía. Tendrían que encontrar un modo diferente de ganarse la vida.
“Aquellos dos no eran lo suficientemente inteligentes para ser los que marcaron mi puerta y rompieron los focos que iluminaban el exterior. Debo permanecer de guardia o los saqueadores me quitarán todo lo que tengo” – Razonó el hombre de la mochila. Atendía al nombre de Gregorio Fernández. Hasta la llegada del colapso monetario había trabajado en una agencia de transportes en el polígono de Pocomaco, a las afueras de La Coruña. Calculaba las rutas más eficientes, solucionaba problemas de papeleo, preparaba presupuestos para los nuevos clientes y ayudaba a cargar los camiones cuando hacía falta. “Polivalencia” lo llamaba su jefe. A él no le costaba remangarse. Antes de eso había pasado seis años en el ejército, llegando a ser cabo primera de la unidad de intendencia de la Brilat (Brigada de infantería ligera Galicia nº7), el Grupo Logístico VII. Después de acabar la carrera de económicas y tras algunos trabajos poco prometedores y peor pagados decidió cumplir el sueño de cualquiera madre española de tener un hijo funcionario. Para desgracia de la suya, la primera instancia que reunió los requisitos de tiempo y forma resultó ser la del ejército profesional. Tras superar el reconocimiento médico, acabó enrolado. La instrucción básica le supuso un reto físico. Al ser de los pocos que tenía experiencia con programas de gestión, después de los cuatro meses de adiestramiento, acabó en un confortable puesto de oficina, apuntando entradas y salidas, dándole conformidad a los pedidos y almacenándolos en el lugar adecuado. De paso se sacó el carné “C”. Su rutina se veía interrumpida con las rotaciones de las misiones en el exterior donde debían trasplantar una ciudad pequeña a un lugar donde faltaban los elementos más básicos. Que les dispararan o mantuvieran en vela por diversión se consideraba un extra. Aquella experiencia le confirmó lo frágiles que resultaban las líneas de abastecimiento en la sociedad moderna. Implicase transportar víveres, medicamentos o energía. Todos ellos precisaban de una complicada red que dependía de muchas manos. Si algún elemento fallaba, resultaba inútil el proceso entero. Eso se aplicaba también al dinero, especialmente al que estaban creando de la nada y en el que ya nadie creía en esos momentos. No se limitaba a admitir eses principios. Era la fuente de inspiración de muchos de sus decisiones. Había visto a demasiados de sus antiguos compañeros acabar amargados en puestos de seguridad privada o mucho peor por dejar su destino al azar. A él no le pasaría eso. Cuando retomó la vida civil, lo hizo recomendado para un buen puesto por uno de sus antiguos oficiales, que se había pasado al sector privado. Las noticias económicas no hacían sino darle la razón.

En el 2008 la demanda en la construcción se desplomó. Con ella el maná que surtía a todas las capas de la economía. Sin mejor idea y para que continuara la fiesta desde la Administración se habían emitido deuda pública, cruzando los dedos para que no pasase nada. ¿Quién había comprado ese veneno a largo plazo? El sistema financiero al completo, desde un pequeño ahorrador muy conservador, a los mismos que habían aceptado las hipotecas dudosas y financieron las promociones, principalmente cajas de ahorro que estaban controladas por políticos. Liquidada la parte más cercana, promotores, constructoras e inmobiliarias, las réplicas alcanzarían a quienes aportaron el dinero. Ahora solo acumulaban agujeros e inmuebles inliquidables. Así llegó el momento de captar dinero fresco de la manera que fuera, inventándose las acciones preferentes u otros productos complejos que provocaron largos litigios y deudas inasumibles. Todo aquello delante de las narices del regulador, que forzó la re-conversión de las entidades cuando no le quedó más remedio, presionado desde el exterior por los que prestaban el dinero para enjuagar el agujero de la banca pública. Quien lo había puesto en el sillón era tan responsable del desastre como él. O incluso más. En un nuevo pánico bancario las entidades financieras quebrarían, si les dejaban. Los ciudadanos de a pie perderían sus ahorros o los fondos de garantía les darían una parte, echando a rodar la bola de nieve. La administración central responde de la mayor parte del capital de los fondos de reserva, lo que le obligaría a medidas excepcionales para contentar a los titulares de las cuentas corrientes. Gran parte del gigantesco presupuesto gubernamental se encontraba comprometido por ley antes de liquidarse: subvenciones y subsidios públicos, pensiones o los sueldos de una legión de funcionarios públicos pero también los montantes de una creciente deuda… Viendo lejana la época en que operaban sin dinero de otros, la única solución se veía clara: crearían más deuda con un rédito estratosférico que cubriese el riesgo y subirían los impuestos estrangulando la actividad productiva. Eso generaría más paro, incrementaría el gasto social y reduciría los ingresos del estado para pagar toda esa fiesta.

En el 2014 alcanzó el peligroso nivel de endeudamiento del cien por cien. No había visto ningún movimiento para hacerla bajar en breve. Dado la cantidad de servicios corrientes que dependían de los fondos públicos se vivirían momentos muy duros. No solo le preocupaban los cientos de funcionarios reclamando sus salarios en las calles, creando disturbios y cancelándose los servicios. Los jubilados y las clases pasivas del estado no recibirían un duro, al igual que las empresas que conservaban las infraestructuras o los proveedores médicos. Especialmente había sido aterrador en Grecia los problemas que habían tenido para importar insulina o vacunas. Sin doctores trabajando la gripe de todos los inviernos se convertiría en una epidemia, los delincuentes camparían por sus respetos y los servicios básicos, recogida de basura, depuración de aguas o electricidad regresarían a términos del tercer mundo. Había estado en esa situación. No se trataba de una estampa edificante.

En el caso de España estaban especialmente expuestos. El estatismo heredado de otras generaciones, había entorpecido la aparición de un sistema privado alternativo. El Banco Central Europeo mantenía bajos los intereses de forma artificial, colaborando en la ilusión de prosperidad. Re-compraban la deuda de los países más endeudados, emitiendo bonos mancomunados. Cuando dejasen de hacerlo y subieran supondría un par de zapatos de cemento para la economía española. La corrupción o el despilfarro gubernamental no le cogían de nuevas. Tenía fresca la memoria de los pasados gobiernos donde cada mañana te levantabas con un escándalo nuevo. Los impuestos por las nubes, la sobre-regulación que desalentaba la inversión extranjera, que crear una empresa resultase más fácil en cualquier otra parte, la Seguridad Social a punto de quebrar. Esas malas noticias le recordaba mucho a lo que pasaba en Venezuela o Argentina gracias a los políticos irresponsables, cuando no criminales. Su madre se lamentaba por algunos parientes que habían corrido aquella suerte. En este lado del charco la crónica crisis griega demostraba que cualquiera era vulnerable. Sin el paraguas económico de la Unión Europea, que les proporcionaba liquidez temporal, podían estar incluso peor.
No, el bache todavía no se había superado. No había que culpar exclusivamente a la fauna local. La alegría presupuestaria se había dado por todo el mundo. Vendido con la etiqueta de plan de estímulo que acentuaba el problema. De estar allí su profesor de “historia de la economía” se ajustaría las gafas y le recordaría los nefastos efectos del “Nuevo trato” de Roosevelt. Habría empezado con algo como esto.
– No se compran o venden bonos del estado con gobiernos socialistas
– ¿Porqué?
– Porque aunque los intereses son altos, también lo son las posibilidades de impago. Los intereses no dejan de ser una garantía del retorno del dinero que te prestan. Por eso suben cuando hay más riesgo de insolvencia. El dinero se asusta enseguida y se deprecia por muchas causas. Incluso por la mera situación psicológicas de un país. Recuerden Argentina. Lo mismo pasa con alguien que se compra su primera casa o una administración. El gobierno, sobre todo los grandes gobiernos que tenemos ahora, con sus insostenibles “estados del bienestar” no son diferentes a una economía doméstica. Especialmente debido al envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida de los pensionistas – Sonrió con una mueca de amargura – Los que peinamos canas y conocimos y conocemos otros sistemas nos damos cuenta. No se preocupen por mi – Movió las manos – Predico con el ejemplo. Hace años que tengo abierto un plan de pensiones privado y mi casa está pagada – El viejo profesor, a su modo, estaba preparado – Las deudas hay que pagarlas cuanto antes. Tanto el montante como el capital. No importa si los tipos en ese momento son bajos o hay que apretarse el cinturón. Encontrarán otros momentos para irse de vacaciones o renovar bienes no esenciales, como un coche. A fin de cuentas, se depreciará nada más salga de concesionario. Si no, cuando vengan mal dadas, bastarán los intereses para ahogarte. O eso u obtener ingresos por otra parte. El gobierno no genera riqueza. La toma de la economía de su nación-estado vía impuestos, tributos o la forma impositiva que queráis. De forma imperativa, sin que lo podamos discutir. Por eso hay que combatir a los socialistas que están en todos los partidos políticos. Como dijo Hayek”.

Por lo que al estallar la burbuja de la deuda y las burbujas se caracterizan por ello, la crisis se extendería como una mancha de aceite. Eso sí le aterraba. Sus preparativos no estaban influidos por el temor a una guerra nuclear. En ese caso con los víveres y la atmósfera contaminada, solo sobrevivían las cucarachas. Juzgaba imposible un grave desastre natural, como un terremoto mientras no se moviese de su hogar. La falla activa más cercana, la que atravesaba Madeira, quedaba a muchos miles de kilómetros. Fue la responsable del devastador terremoto que arrasó Lisboa el Día de Todos los Santos de 1.755. Correspondía a los que se encontrasen en la zona de Granada, a muchos kilómetros al sur preocuparse por los movimientos de las placas tectónicas. En cuanto a lo medioambiental, los estudios serios y el paso del tiempo habían desmontado a los alarmistas. Sea como fuese, incluso si el gran desastre llegaba por algo que no había previsto, como un ciber-ataque masivo o una plaga resistente a los medicamentos, descansaba en él su supervivencia. Tras una exhaustiva investigación inmobiliaria, descubrió que habían hecho el trabajo por él. Había tenido delante de sus narices su casa refugio. Compró la parte de su hermano en su segunda vivienda, situada en una parroquia encajada por el parque de la Sierra de la Capelada y el de la Sierra del Xistral, a caballo del norte de la provincia de La Coruña y Lugo. Las estrictas condiciones que había impuesto su nuevo estatus como paraje protegido habían jugado a su favor. A medio plazo provocó la caída del precio de las propiedades y el perenne goteo de la población a los centros urbanos. Ayudaba que perteneciese a las áreas que mantenían desde hacía décadas una densidad de entre cero y cincuenta personas por kilómetro cuadrado. Tanto las comarcas de Somozas como la cercana de Murás tenían el dudoso orgullo de albergar la mayor cantidad de aldeas abandonadas de la región. En el escenario que preveía, las personas podían ser parte del problema. No de la solución. Al mismo tiempo tenía un régimen de lluvias alto y regular. Las condiciones climáticas le permitían cultivar la huerta sin necesidad de recurrir a aportaciones externas de agua. Como medida redundante al pozo, había construido aljibes en la parte más alta de la finca. Podían servirle en caso de incendio, para abrevar el ganado o si se contaminaba su reserva de agua principal. La lluvia allí acumulada pasaba por varios filtros. Con mover una palanca llegaría a la casa impulsada por la gravedad. Necesitaba pertrecharse de abono cálcico y semillas variadas. A eso había destinado un pequeño cobertizo que se perdía entre los pinos de la parte norte de la propiedad. Mover los sacos hacía que sus brazos adquirieran mayor tono muscular. A la larga prefirió hacerse con una carretilla y etiquetar las semillas de los estantes. A su hermano Andrés no le importaba lo que hiciese allí. Incluso intentó cedérsela con una venta falsa. Él insistió en un precio justo y que guardase el dinero para el futuro. “Lo agradecerás con el tiempo. Los niños crecen rápido” – Le insistió.

Su hermano mayor tenía tres años más que él. De alto le superaba por una cabeza. A pesar de ser atlético, comparado con él resultaba delgado. Peinaba algunas canas en el flequillo, que permanecía tieso como un cepillo usado. Vivía con su familia en Palma de Mallorca. A ella apenas la conocía. Sabía que habían coincidido en un concierto y que su familia no era de allí, aunque llevaba muchos años desplazados. Poco más. Los niños los recordaba por las fotos. La orgullosa abuela las colgaba por toda la casa. Ambos trabajaban para la misma cadena hotelera de cinco estrellas. Se mudaban cada pocos años a destinos vacacionales de todo el Mediterráneo, así que la relación se había vuelto intermitente. Cruzaban una conversación telefónica en días señalados girando todo alrededor de la salud de sus padres, que superaban la edad de jubilación. ¿Qué otra cosa podía esperar? Habían alcanzado la madurez y cada uno a su modo conformarían su familia.

De vuelta a lo importante, la fauna silvestre se reproducía rápidamente dentro del santuario que ofrecía el parque. Le habían dicho los cazadores locales que en el mejor de los casos contase con abatir un corzo inexperto o algo de caza menor. Marcas de jabalís se habían visto en algunos troncos jóvenes, pero hacía falta una licencia especial de Medio Ambiente y mucho valor o necesidad para enfrentarse a un verraco de doscientos cincuenta quilos que defendía su piara. En cuanto a sus padres, tampoco preveía que irrumpieran en medio de sus tareas. Preferían la costa para hacer turismo. No habría problemas para convertirla discretamente en el refugio que necesitaría para albergar comida y útiles para cuatro personas durante una larga temporada de tiempo. Su vecino más cercano estaba a un buen trecho. Fuese cual fuese el medio que emplease. Los caminos de entrada permanecían despejados así que los vería venir al menos con cien metros de anticipación. El cierre exterior era sólido, de imitación a piedra, con dos metros de alto y bandas anti-asalto. El portón se accionaba de forma manual, una sólida hoja de acero galvanizado reforzada con un esqueleto de tubos de diez centímetros de diámetro. Costaba moverlo a propósito.

El refugio consistía en la típica casa de labranza rectangular levantada en piedra, de ventanas como troneras, provistas de rejas y contras, reformada por sus padres para que se adaptara a su nuevo uso recreativo. Tenía dos alturas, sótano y bajo-cubierta. En la planta baja estaba la cocina, el cuarto de baño y el salón-comedor, con una despensa en la que dos personas se podían revolver. A los tres dormitorios de arriba se llegaba por una escalera estrecha. Las habitaciones, salvo la de matrimonio, tenían el ancho justo para una cama y una cómoda. Todas recibían luz natural. La parte más soleada se encontraba justo fuera, en un descansillo en el que su madre había instalado un banco de lectura. No habían dejado nada de la estructura antigua de madera. La instalación eléctrica recibió una actualización para mejorar su eficacia. En cuanto al aislamiento, los gruesos muros lo convertían en superfluo. La entrada, la única que había, estaba situada en el lado este, rematada con un corto porche de tejas de color pizarra. Tenía de frente una construcción baja más reciente que se habían empleado como establo. Lejos de ampliar la cabaña, las antiguas cortes se habían aprovechado para crear dos plazas de garaje y un taller de carpintería. Su padre lo tenía abandonado. Todo aquello había tenido más sentido antes, cuando todavía conservaban parientes vivos por la zona y se reunían para las celebraciones. A medida que discurría el tiempo y los hijos se volvieron independientes resultaba más cómodo buscar un sitio donde lo hicieran todo por ti. El sótano sería su principal lugar de trabajo. Se llegaba a aquel espacio oscuro y con olor a tierra desde dentro de la casa. Su padre había tapiado el hueco de la leñera como precaución ante los robos. Con el tiempo y varias capas de lechada se había integrado en el conjunto. La luz natural se colaba por unos pequeños ventanucos de grueso cristal recubiertos por malla metálica. Ni el más flaco ladrón o el ratón más hambriento pasaría por allí. De todos modos, instaló una alarma y trampas para roedores, que por donde estaba también se podía tratar de criaturas algo mayores y antipáticas. El veneno suponía un peligro que no quería correr. También ponía en práctica el principio de “hazlo tú mismo”. Por lo pronto llevaba tres inviernos limpiando los canalones y pintado la fachada cuando lo necesitaba. Había añadido a sus funciones la revisión de la fosa séptica. Estaba bien, sin fisuras. La vaciaba anualmente y se mantenía alerta ante cualquier olor extraño. Su episodio más risible ocurrió cuando compró una máquina a pilas para cortarse el pelo y se aplicó a ello. Practicaría la clase de habilidad práctica que se recomendaba tener para poder hacer trueque y se ahorraría un dinero todos los meses. Afortunadamente se dejaba el pelo muy corto. Sus compañeros apenas notaron cuando su inexperiencia le costaba un pelón.

Regresó al presente para contemplar las trampas que había puesto. Estaban vacías. Algunas habían saltado. No encontró nada pendiente del lazo. La mayoría permanecía tal cual. Los animales le superaban en inteligencia o no había dado con el cebo adecuado. Revisó los escondrijos habituales y vació la cantimplora. Estaba empapado de dentro a fuera. Mientras se deslizaba por las márgenes del camino, contempló el perímetro. Prestó atención a cada sombra y sonido. No había ningún cambio. Utilizó los prismáticos. Los focos permanecían intactos dentro de las jaulas que había construido para ellos. No advertía nuevos brillos o restos de basura por los alrededores. La otra vez había descubierto un par de colillas en un puesto alto, aplastadas de forma descuidada. Demasiado tarde para que fuese útil. Contempló como sus perros, Fiel e Fiera, que estaban sueltos por la finca, giraban la cabeza hacia su dirección. Husmeaban el aire y permanecían silenciosos, acechantes. Pertenecía a una raza llamada por los naturales “can de palleiro”. Había sido utilizada para proteger las casas desde hacía generaciones. El desarrollo de los bloques de apartamentos les habían privado de un lugar en cada familia. De buen tamaño y pelo rubio, reconocían enseguida a los de su propia manada. A los extraños primero les lanzaban un aviso en forma de gruñido, para trabarse si no retrocedían. Accedió a la casa por la puerta lateral. La atrancó por dentro y los fue a saludar. Lo recibieron mucho mejor que algunos de su propia especie. Demostraron con saltos y cabriolas que lo echaban de menos. Los acarició. Se aseguró que tenían agua y comida y entró.

La casa estaba fría y sola. Nadie cacharreaba en la cocina o se quejaba en el salón por las noticias del periódico. Como cada vez que regresaba. Apretó la mandíbula. Se desabrochó las cinchas con los pertrechos. Las dejó deslizarse al suelo con gesto rígido. Había escogido un dispositivo anticuado frente a los modernos chalecos de transporte. Este en concreto formaba parte de los excedentes del ejército, a los que tan bien conocía. No había dudado al compararlos a los pensados para los excursionistas. Eran resistentes, a prueba de agua, se reparaban de forma sencilla y los podía llevar por encima de prendas muy gruesas o un poncho sin entorpecerse. Se desprendió del abrigo. Había conseguido cuatro iguales de una tienda de Internet. Lo alisó con la mano y dejó que se secara en una percha. Todavía no lo rellenaba bien. Desde el sofá parecía que no necesitase ningún remiendo. Al estirarse sintió una fuerte contractura en los hombros. Arrojó la camiseta empapada a una esquina. Comenzó a aplicarse pomada anti-inflamatoria. Olía a eucalipto. La punzada cedió hasta hacerse algo soportable. Había hecho comida para varios días y ahorrar tiempo. En el fuego de la cocina le esperaba un cacharro con champiñones de lata, pasta y salsa de tomate. Solo debía calentarlo. Lo engulló y se quedó adormilado, medio tapado por una manta de viaje. No se atreverían a pasarse por allí mientras hubiera luz. Apuntaba mentalmente las tareas pendientes para combatir la oscuridad que lo envolvía, como darle un repaso a las botas que llevaba puestas. Al despertar miró inmediatamente su reloj. Había dormido tres horas de un tirón, un auténtico récord. Levantó la cabeza. En la esquina izquierda estaba el cuadro negro azabache de la televisión. Se reflejó un rostro de ojeras pronunciadas y una barbilla redondeada. Necesitaba pasarse la cuchilla. Sus mejillas se estaban agudizando. Con más sol adoptarían un tono bronceado. ¿También debía cortarse el pelo? Se pasó la mano en un gesto mecánico “No”. Conservaba una suave pelusa castaño oscuro sobre el cráneo. Libre de canas todavía. La señal de alerta sería tenerlo tan encrespado como un erizo. Se preguntó por qué mantenía allí aquel aparato. Desde hacía dos semanas no emitía nada. Antes de eso no le prestaba mucha atención. No tenía tiempo. Internet se adaptaba más a su horario. Prefería descargarse “podcasts” de noticias antes de empotrarse delante de un producto genérico. La radio había aguantado una semana más. Para los pocos que tuvieran aparatos de pilas las emisiones se limitaban a mensajes pregrabados con las direcciones de los centros de distribución de alimentos o consejos sanitarios. Todos los servicios de emergencias estaban colapsados o habían desaparecido entre las llamas. Por otro lado, la red apenas daba cobertura allí incluso en el mejor de los días. Si quería conectarse debía coger la bicicleta y bajar al pueblo más cercano. Por lo menos casi todo el camino era bajada. Hablar de pueblo resultaba exagerado. Había una gasolinera, un bar de carretera a punto de cerrar y cuatro o cinco casas dispersas. Los viajeros ocasionales preferían la ruta de la costa. Las misas las hacían en una pequeña ermita en el fondo del valle, a media hora a pie. Junto a esta se encontraba el cementerio, una reliquia decimonónica, rodeado por una tapia recubierta de musgo. El día del patrón aún se juntaban unas decenas de personas, más para acudir a los puestos junto a la capilla que a celebrar su fe. Probablemente estuviera saqueada y cubierta de pintadas. Poco se respetaba aquellos días. Había visto cosas peores.



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En el texto hay: distopia, post-apocalíptico

Editado: 28.10.2023

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