La paranoia inundaba sus pensamientos. Cada paso era dado con suma precaución. Los árboles le susurraban al oído que se apurara. El tiempo no le sobraba. Su cazador estaba muy cerca.
Aquel barro húmedo dejaba el rastro de su paso a través de las huellas. Una idea acudió a su cabeza, mientras que con la mirada descolocada, observaba detrás de cada árbol existente en la profundidad de la selva misionera. Desanudo sus zapatos con rápidos movimientos de las manos, y desesperado buscó a su alrededor algún posible escondite para su calzado. Su plan era correr a cuatro patas, intentando confundir a su perseguidor. Siendo más inteligente que él, haciéndose pasar por una bestia cuadrúpeda.
Junto a él había una garrafal roca. Su instinto de presa lo llevó a levantarla, quizá fuera la adrenalina del momento, ya que en cualquier otra circunstancia su escuálido cuerpo no habría podido levantar una roca de tal tamaño. Excavó con calculada precisión y parsimonia, un pozo debajo de ella, donde colocó los zapatos sucios y viejos. En el laborioso trabajo de depositar la roca nuevamente en su lugar, escuchó unas pisadas, el barro deslizándose entre unas suelas, la respiración agitada de un ser humano, su cazador. Se sobresaltó, dejando caer la roca sobre su pie. Tal fue el crujido de sus huesos al romperse, que reprimió el pequeño gemido de dolor que el soltó. Su pie era ahora una masa amorfa, con los huesos hechos añicos. El fluido carmesí brotaba de su pie, haciendo acudir el pesimismo y la confusión a la mente del hombre. Cerró sus ojos con fuerza, intentando abstraerse en su próximo paso a dar, dejando de lado al sanguinario hecho.
Se colocó en cuatro patas, rengueando, y con notoria fatiga, se adentró aún más en la inmensidad humedad de la selva. Dejo ya de mirar hacia donde iba, dejo ya de pensar en el dolor, solo intentaba escapar, confundiendo a su perseguidor. Se golpeaba contra los árboles, sin prestar mucha atención. En aquel pobre hombre ya no quedaba fuerza alguna. Dejándose caer por el cansancio, sintió un sonido retumbar. Golpes fuertes y continuos, asemejándose al golpear de un tambor. Podría tratarse de los latidos de su corazón, a punto de salírsele del pecho. O quizá fueran las pisadas de un hombre pesado, aproximándose a zancadas. Pero eso era imposible. Él había trotado tal cuadrúpedo, por horas ya parecía. Pensaba que finalmente lo había despistado. Que tonto fue de él, al dejar un rastro rojo y continuó, dirigiendo a su asesino hacia una presa moribunda. Su persistencia no le dejaría quedarse en la comodidad de las mullidas hojas, y el fresco rocío.
Tenía que pensar como un cazador. Y rápido. Su mente, perspicaz, y nada ingenua, recordó una frase escrita con tinta azul, en un libro del mundo animal, llamado “Cazadores y presas: curiosidades y donde encontrarlos”. Qué extraña era la suerte del azar, al hacerle recordar aquella lección escrita en el libro, “los cazadores huelen a sus presas”. Sin vacilar se revolcó en el barro, retorciéndose en él, hasta quedar cubierto en una capa gruesa de lodo y hojas. Ahora ya no tendría oportunidad contra él.
Deshilachando su camisa, tomó una tira de ella. Con esta amarró su pie, cinchando con esfuerzo, sufriendo del agudo dolor. Pero con el apuro y la falta de fuerza en su flácido cuerpo, quedó colgando la tira, sin cumplir por completo su función. Retomando su plan inicial, se colocó a cuatro patas, y como un toro justo antes de una corrida, soltó un profundo bufido, decidido a escapar.
Sentía como la selva le advertía y le gritaba que se apurara, que el andaba cerca, pero esto fuera probablemente por los tumores causados por los golpes y la pérdida de sangre. Trotaba entre los árboles, como si aquel fuera su hábitat natural. De hombre solo quedaba el cuerpo, pues el alma era de una presa. Que tenía como objetivo no ser cazado. Cerró los ojos por un momento, y escuchó, a lo lejos, un leve borboteo de agua, que a la medida que apuraba el paso se oía más y más fuerte. Sumido en sus pensamientos, no se percató cuando con la mano sintió un agua helada que corría entre sus dedos, limpiándole el barro. Se encontraba en un río. Podría nadar río arriba, sumergiéndose de vez en cuando en este para no ser descubierto. Dudaba que su cazador fuera un buen nadador, más bien esperaba.
Se metió en el agua, sintiendo un profundo alivio, mientras el agua le quitaba la suciedad, y su sangre teñía de rojo el agua. No pudo evitar soltar una carcajada, al darse cuenta que lo había logrado. Comenzó a nadar, intentando no hacer ruido al patalear. Pero una picazón en la herida lo hizo parar en seco. Se sentía como si mil minúsculas agujas se clavaran en su pie, una tras otra en una secuencia. Cuando bajó la mirada, vio decenas de pequeños ojos que lo observaban. Expectantes a comenzar el festín.
La emoción lo había cegado, y se había olvidado por completo de otra importante lección que había en aquel libro que había leído de pequeño, “a las pirañas les atrae la sangre”.