Presa: La Comunidad Roja

1910

Llegamos a los límites de la civilización, o al menos de la nuestra, ya que nuestro pueblo era pequeño, más bien minúsculo; a veces me preguntaba cómo me las ingeniaba para ignorar a la mayoría de la gente que vivía allí, claro, a excepción de las personas que me importaban, los demás podrían pensar que era arrogante y presumida, que me creía superior a los demás y que por eso no hablaba con casi nadie, era eso o que era demasiado tímida como para ser sociable. Pero la verdad no era ninguna de las dos cosas, sólo no me parecía que hubiera alguien ahí que despertara un importante interés en mí como para salir de mi cómoda soledad e ir a saludarle, quizá si era un poco de ambas suposiciones y no me daba cuenta. En silencio y disfrutando del cálido sol del mediodía tomamos un estrecho camino de piedra entre las casas estilo contemporáneo, después de todo este era pleno mil novecientos diez, a mediados del año y muchas cosas estaban cambiando, un nuevo siglo suele traer revoluciones. Mi familia vivía en lo que se podía llamar lo mejor del pueblo, las casas ahí eran más grandes y elegantes, de piedra maciza con techos de tejas rojas, la vivienda de mis padres era tan grande como las otras, con una enorme puerta de roble y un bonito jardín de rosas al frente, pero había pasado a través de varias generaciones en la familia que no se podría decir que era enteramente nuestra.   

Subimos los peldaños y tocamos la puerta, en cuanto se abrió un par de manos nos tomaron a ambas por el brazo y nos jalaron dentro de la estancia, sobresaltada por la sorpresa no me opuse.  

      —¿Por qué la tardanza, no se supone que envié a tu hermana precisamente para que volvieras rápido? —Me preguntó mamá quitándome el canasto de las manos.  

Ante su mirada enfadada, no pude hacer más que fruncir los labios irritadamente.  

      —No sólo lavamos, también nos dimos un baño —explicó mi hermana tomando entre sus dedos un mechón de su reluciente cabello negro, todavía humedecido.  

Mamá suspiró, obviamente exasperada por nuestra actitud, ella era la maestra del orden, si te decía haz esto lo tenías que hacer en el momento que decía y cómo lo decía. Miré atentamente a la mujer que era mi madre, preguntándome cómo es que se veía hermosa incluso con esa controladora actitud suya; llevaba su perfecto y brillante cabello lacio del color del caramelo en una trenza por encima de su hombro derecho (mi cabello era del mismo tono, pero más ondulado y a mí me gustaba llevarlo corto, por lo que apenas me rozaba los hombros) y tenía los imponentes ojos de mis hermanos, grises, mientras los míos eran color ámbar, iguales a los de papá. Mi madre poseía un rostro delgado de rasgos finos, era alta y menuda, sólo en lo último me le parecía, y en los labios, ambas los teníamos en forma de corazón y rojos como fresas, a mí no me gustaban pero a ella le encantaban y decía que eso nos hacía ver muy hermosas. No es que a mí me importara mi aspecto, me era irrelevante si me consideraban bonita.  

Su expresión se endulzó un poco y supe que nos había perdonado.  

      —Bien, vayan al salón y esperen —Se giró y subió las escaleras sujetándose su vestido celeste para no pisarlo. Ella era elegante y grácil igual que Eli.  

Miré a mi hermana y ambas reímos como tontas por nuestra suerte de salir indemnes, pocas veces sucedía. Fuimos juntas al salón y nos colocamos en sillas mientras la esperábamos, a los pocos minutos llegó con su cuaderno de bocetos bajo el brazo, lo colocó en la mesita de centro con solemnidad; a ella le gustaba hacer sus propios diseños, se inspiraba en los famosos modistas como Jean Lavín, Paul Poiret y un poco en Fortuny, grandes diseñadores del siglo.  

      —Eli, tú ya me pediste y me explicaste cómo lo quieres —sonrió complacida, Eli dio palmaditas desde su asiento y yo puse los ojos en blanco.  

 

      —¿Ya lo terminaste? —preguntó emocionada.  

Mamá asintió y Eli volvió a aplaudir, ambas sonriendo cómo niñas  

      —Quedó excelente, es hermoso.  

      —¿Puedo verlo? ¿Puedo probármelo? —Eli estaba extasiada  

      —Todavía no —Mi hermana hizo pucheros, pero no insistió.  

Elizabeth, como a veces llamaba a mamá en mi mente, se giró y me miró seriamente. 

«Cualquiera pensaría que salí a matar gallinas» pensé irónica, pero mantuve una expresión tranquila.  

      —Carol —suspiró.  

      —Mamá —suspiré a mi vez  

      —Sólo dos palabras; V-E-S-T-I-D-O y A-H-O-R-A —Por la expresión que puse cualquiera diría que las dos palabras eran «muerte y tumba».  

      —¿Tengo opciones? —quise saber  

      —No.  

      —Entonces no veo por qué me informas —repliqué.  

Vi la sorpresa en su rostro ante mis duras palabras, así que se tomó su tiempo para calmarse antes de hablarme con ternura.  

      —Carol, cariño, quiero que te guste y quiero que tú y tus hermanas se vean lindas en el baile. ¿Puedes concederme eso?  

      —¿Por qué no obligas a Cris a ir? —Le recriminé sin ablandarme, mi hermano mayor también debería sufrir.  

      —Él también va a ir, tu padre lo obligará.  

Esta vez yo me sorprendí, Cris no me había dicho nada en todas esas semanas, se suponía que estábamos unidos, me sentí un poco traicionada y resentida con él. 

      —¿Y por qué no lo obligas a ir en vestido? —pregunté frunciendo el ceño.  

Eli soltó una carcajada y mamá hizo una mueca.  

      —Él es un hombre, y además, tu papá y él comprarán sus trajes en la ciudad, no solo tú sufrirás.  

Traté de imaginarme a mi padre y hermano en trajes, pero era difícil crear una imagen cuando siempre vestían desgastados overoles manchados de fruta y verdura.  

     —Oh —Fue lo único que se me ocurrió.  

Aún no entendía por qué un pueblo tan pequeño festejaba un baile de gala una vez al año, no me parecía que la fecha de fundación de tan pequeño lugar fuera suficiente excusa para llevar a cabo un evento así.  




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.