Presa: La Comunidad Roja

OJOS NEGROS

Caminé un poco por la plaza y después tomé un sendero rumbo al bosque, porque Marian solía jugar en ese lugar, estaba segura que ella estaría allí con sus amigos, al pasar cerca de una casa pequeña de jardín abundante, encontré a mi amigo Alan, estaba arrodillado junto a unos lirios, al principio no me vio, pero como intuyendo mi presencia levantó la vista y su mirada me buscó, sus ojos negros se encontraron con los míos y una sonrisa se extendió por su atractivo rostro. Saludándolo me dirigí hacia él mientras me preguntaba cómo alguien tan guapo como Alan no podía estar comprometido, o por lo menos enamorado, y por mi estaba más que bien así, él era mi confidente y no quería que me lo quitaran.  

      —Carol —saludó sacándome de mis egoístas pensamientos.  

Me reprendí internamente, no debía pensar así, no debía desearle la soledad.  

Avanzó entre los pequeños árboles frutales hasta encontrarse conmigo, me tendió una mano en gesto formal, reí como una tonta y me incliné en una profunda reverencia, en respuesta él soltó una carcajada.  

      —¿Dónde estuviste esta mañana? —preguntó tomándome de la mano y llevándome al árbol más cercano, nos sentamos a la sombra con las piernas cruzadas.  

      —En el río... Aunque sólo por la mañana —hice una mueca de disgusto.  

Él se giró a mirarme, y humillada decidí contarle mi vergüenza.  

      —Estuve trepada en un banquito para que Elizabeth pudiera confeccionar mi vestido —Las palabras salieron de forma atropellada.  

Pensé que se burlaría, pero fue todo lo contrario, me miró muy serio. Pasaron unos segundos eternos y al ver que él no decía nada, decidí tomar la palabra.   

      —¿No te vas a burlar de mí?  

Abrió los ojos sorprendido.  

      —No, por supuesto que no.  

      —¿Entonces me vas a alabar? —pregunté con una sonrisita.  

      —¿Te gustó? —quiso saber, y yo me sonrojé. 

Tragué saliva y fingí no entender.  

      —¿El qué? —dije ladeando la cabeza como él acostumbraba hacer.  

Sonrió y me devolvió el gesto.  

      —El vestido, por supuesto.  

«Oh, vaya, era eso» torcí la boca un tanto decepcionada, una parte de mí esperaba escuchar otra cosa.  

      —Si te respondo que sí, ¿cambiarás tu opinión de mí?  

Pareció meditarlo.  

      —No —dijo al fin  

      —Entonces sí —Le sonreí ampliamente—, si me gustó.  

      —Seguro te verás muy linda —Se ruborizó y yo también.  

      —¿Y tú, vas a ir? —pregunté para quitarme la incomodidad de encima.  

      —Si —dijo con alivio, al parecer su comentario no sólo me había incomodado a mí.  

      —Entonces te veo luego, Al —Me despedí poniéndome en pie, y enseguida corrí lejos de él, Alan detestaba que lo llamaran Al, y a mí me divertía hacerlo, verlo enfadarse era divertido.  

      —¡¿A dónde vas?! —preguntó, más bien, gritó a mis espaldas.  

      —¡Por Marian, al bosque! —contesté sin detenerme ni girarme.  

      —¡Ten cuidado, ya sabes que es muy peligroso andar por allí a estas horas!  

Con un gesto del brazo me despedí y dejé de correr, caminé de regreso al sendero a paso tranquilo. Cuando miré sobre el hombro, lo vi pasear la vista por el paisaje que la puesta de sol teñía color naranja, un segundo después volvió a arrodillarse entre las flores y estas lo ocultaron por completo, dejé de verlo. Me fascinaba la manera en que hacía las cosas, parecía siempre tener las respuestas a todo y siempre sabía qué hacer. Me reí sin poder evitarlo, todavía recordaba el primer día en que nos conocimos, y lo molesta que estuve con mamá por su culpa: 

A los 8 años me encontraba sentada en una silla mientras mamá me trenzaba el pelo, cuando un pequeño sonido nos sobresaltó. Lo ignoramos pero nos volvió a interrumpir, entonces de mala gana mamá y yo nos levantamos, nos dirigimos a la puerta. Cuando abrió, debajo de su brazo vi a un niñito, una versión pequeña de Alan, que nerviosamente enredaba sus finos dedos en los hilos sueltos de su camisa; vestía como pordiosero, la ropa estaba llena de barro y sus zapatos gastados. Sentí lástima y ganas de ponerme a llorar. 

      —¿Necesitas algo? —preguntó Elizabeth 

El pequeño Alan miró a mamá y balbuceó: 

      —Quería saber si necesita a alguien que le arregle su jardín —dijo señalando con una mano temblorosa nuestro bien cortado jardín; Eli y yo nos encargábamos de su cuidado. 

Mamá lo miró por un instante y pareció gustarle, ya que asintió. 

      —¿Cuánto cobras? 

Sorprendido el niño la miró con ojos como platos. 

      —Lo que usted guste darme, señora. 

     —Bien, me dices cuando termines —Mamá se comportó incluso con dulzura. 

El pequeño dio la vuelta y se dirigió al jardín, entonces Elizabeth cerró la puerta y yo me crucé de brazos, mirándola indignada. 

      —¿Qué ocurre, Carol? —preguntó sorprendida por mi actitud. 

      —¿Por qué le pagas a un desconocido por cuidar el jardín, mientras Eli y yo podemos hacerlo? ¿Acaso no confías en nosotras? —mi orgullo estaba herido. 

Esperaba que me reprendiera por mi mala actitud, pero sólo se limitó a responder: 

      —Tienes el carácter de tu padre —sonrió con melancolía y miró por la ventana al niño en el jardín—, eres exactamente como él, aunque físicamente te parezcas a mí. Y con tu hermana es todo lo contrario, ella... Posees el egoísmo, la firmeza y el dominio que yo no, y no sé si eso sea bueno —inhaló profundamente y volvió a mirarme, sus ojos estaban algo húmedos—. Da igual, ese pequeño lo necesita más que ustedes, Carol. 

Me palmeó la cabeza y se marchó a la cocina para preparar la cena, dejándome confundida y con una trenza incompleta. 




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