Presa: La Comunidad Roja

¿VERDAD?

Los rayos del sol colándose por la ventana me obligaron a abrir los ojos, y gimiendo, me desespérese. Era sábado, no tenía ropa que lavar y ese día siempre era mío, me pertenecía y podía hacer lo que quisiera, aliviada y ciertamente contenta, me levanté y vestí con rapidez. Bajé a desayunar antes de marcharme, los sábados siempre los dedicaba a ayudar a Alan, ya que él no tenía un día libre desde que se le reconoció lo bueno que era como jardinero, con su agenda saturada él no podía quedar conmigo, y si era así, yo quedaba con él.  

     —Sí Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma —bromeé cuando me dijo que trabajaría los siete días de la semana y que, por lo tanto, ya no podría verme tan seguido.  

Sonreí mientras tomaba una pera del canasto de frutas y me encaminaba a la puerta, casi me estampó con papá, ambos retrocedimos sobresaltados y mi pera rodó hasta sus pies, me sonrió y se le formaron pliegues en las comisuras de los ojos; para su edad se veía mucho más joven de lo que en realidad era, aunque mamá se veía varios años más joven que él, y eso que ambos tenían la misma edad.  

      —¿A dónde vas con tanta prisa? —Me preguntó sin dejar de sonreír.   

Puse los ojos en blanco.  

      —A dónde voy desde hace siete años —Le contesté frunciendo el ceño.  

Levantó las manos a la altura de cabeza en señal de derrota.   

      —Bien.  

Rodé los ojos, escondí mi sonrisa y pasé por su lado.  

      —Si hacen cosas sucias, que sea dónde nadie los vea —murmuró por lo bajo para que no lo oyera, pero escuché y me puse roja.  

      —¡PAPÁ! —alcé la voz, colorada como un tomate.  

Se rió y antes de darle tiempo para decirme algo más vergonzoso, crucé el jardín; mientras caminaba en dirección a casa de Alan medité el inapropiado comentario de papá, y mi reacción, no entendía por qué me incomodaban tanto esa clase de cosas si nunca había visto a Alan de la manera que mi padre insinuaba. A mí no me parecía bien comprometerme todavía, y al parecer a Alan tampoco, él nunca hacía caso al montón de chicas que veían lo guapo que era.  

El sol ya estaba en alto para cuando divisé su pequeño hogar, la construcción era minúscula, diminuta en comparación con la mía; el techo de dos aguas era de tejas roja, los muros estaban llenos de grietas y varias de las ventanas carecían de cristales, parecía una construcción pobre, e incluso mediocre, pero inspiraba calidez como pocas. A Alan no le gustaba que viera lo sencilla que era su vida, y aunque no decía nada, sabía que en su interior comparaba las diferencias entre nuestras familias, lo que él no entendía era lo mucho que me gustaba estar en su casa.  

Toqué la puerta de madera carcomida y mientras esperaba, miré ese perfecto y bien cultivado jardín frente a la casa; rebosante de distintos tipos de flores, un mar de colores del que Alan se enorgullecía. Un minuto después, un niño pequeño se asomó por la puerta y sonrió cuando vio que era yo, habló con voz chillona:  

      —Carol —saludó y se hizo a un lado para dejarme entrar.  

      —Dan. —Le devolví el saludo y revolví su cabello color castaño al tiempo que entraba.  

      —Alan está en la cocina —Me informó como siempre que visitaba su casa.  

     —¿Cómo están todos? —Quise saber.  

     —Bien, mamá está horneando pan, Liz y Simón fueron por agua al río. 

Sabía que le emocionaba la idea del pan, por lo que ya no le quité más tiempo y me dirigí a la cocina.   

Efectivamente, Alan estaba sentado en la mesa bebiendo lo que parecía ser jugo de naranja, mientras su mamá, una mujer llamada Diana, amasaba en el otro extremo de la pequeña cocina; Diana era delgada y alta, y si la vida no la hubiera pisoteado tanto hasta dejarla en ese estado, bien hubiera sido muy hermosa.  

      —Hola —saludé con timidez.  

Diana sonrió y con un gesto me invitó a sentarme junto a su hijo.  

      —Hola —Me saludó Alan cuando estuve sentada a su lado, sonreía de oreja a oreja.  

     —¿Listo? —le pregunté.  

     —Casi —contestó mostrándome un pan recién horneado medio mordido.  

Rodé los ojos y tomé la mitad que me ofrecía, comí en silencio mientras Alan le explicaba a su madre donde estaríamos trabajando ese día, a Diana también le preocupaba mucho el asunto de la chica desaparecida.  

      —Pobre Bianca, espero que todo vaya bien durante el baile. Por cierto, Alan me dijo que tu mamá ya les hizo vestidos a Eli y a ti —comentó la mujer con una repentina sonrisa alegre.  

Los colores treparon por mi cara.  

      —Ah...este, sí, ayer.  

      —Ustedes son chicas muy lindas, seguro serán las más hermosas de ese baile —contestó girándose de espaldas para atender su horno.  

Aprovechando la oportunidad para fulminar a su hijo, quien por cierto, hacía lo que podía para tragarse la risa. 

      —No estoy segura, las hijas de los Lucían son muy guapas y mayores que nosotras.  

Diana me miró con esa mirada suya que reservaba para sus hijos, me hizo sentir querida y halagada.  

      —No, no es verdad, además... —sonrió con malicia—. Carol, tú tendrás al compañero de baile más guapo del pueblo.  

Esta vez fui yo quien tuvo que disimular la risa al ver a Alan abrir los ojos como platos, al tiempo que su cara se tornaba de un intenso rojo.  

      —Seguro él será el único que me invite a bailar —comenté.  

      —No lo creo —respondieron Alan y su madre al unísono, sonriendo con complicidad. 

Mi amigo se puso en pie después de unos minutos y yo hice lo mismo, le dio un beso en la mejilla a Diana, y luego de despedirnos de sus hermanos salimos de la casa. Mientras él iba a recoger sus herramientas de jardinería al patio trasero, yo esperé en el jardín y pensé en las palabras de Diana. No me importaba la idea de bailar con Alan, de hecho, no quería bailar con nadie que no fuera él, Cris y papá. Aunque ir a ese baile… ¿estaría bien asistir? ¿Sería correcto divertirnos mientras la chica de las montañas seguía sin aparecer? Repentinamente recordé la constante angustia y preocupación de mamá, sus gestos y miradas nerviosas… e inevitablemente me inquieté, me sentía asustada, especialmente porque no entendía la razón de mis temores. Pero desde que se había hecho pública la desaparición de Bianca, un sentimiento de profundo miedo me hacía estremecerme cada vez que me hallaba sola. 




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