Presa: La Comunidad Roja

DULCES NANAS

—Ya está—La voz de Alan me hizo dar un respingo.  

Cuando vio mi expresión, se apresuró a dejar sus cosas e ir hacia mí.  

      —¿Qué sucede? Carol, estás pálida, ¿te sientes mal? —Me interrogó preocupado.  

Negué con la cabeza, ni yo sabía por qué de repente me comportaba tan extraña, yo no conocía a la chica. Nada más porque mamá estaba nerviosa yo me ponía paranoica, que tonto.  

      —¿Segura? —insistió.  

      —Sí, solo...  

Confundida y avergonzada me encogí de hombros.  

      —No lo sé —decía la verdad.  

No insistió más, era una de las cosas que más me gustaban de su personalidad, él no te acribillaba con preguntas y respetaba cuando no querías hablar.  

      —¿Entonces, nos vamos? —inquirió con su suave voz.  

Asentí y tomándolo de la mano recogimos sus cosas y salimos a la calle. El día era de esos que me agradaban mucho, el cielo estaba nublado, pero no avecinaba tormenta. Mientras caminábamos me dediqué a mirar las casitas y a la gente que salía de ellas, llevando canastos llenos hortalizas y recogiendo leña… Volteé a ver a Alan, él miraba al frente y tarareaba una canción desconocida para mí. Diana decía que se parecía mucho a su padre, aunque yo no lo conocí debido a que el hombre enfermó mucho antes de que me atreviera ir a su casa, y cuando murió de pulmonía, Alan tuvo que cuidar de su extensa familia, debió tomar responsabilidades que no le pertenecían y madurar de golpe. Nunca vi a su padre, pero ahora, mirando a Alan con más detenimiento que de costumbre, pude verlo en el cabello que le caía sobre los ojos, en sus delgados labios, en la nariz perfilada, en la forma de su mandíbula y en su piel bronceada por el sol; Alan tal vez era la viva imagen de un gran hombre, aquel que seguramente le había enseñado todo lo que sabía.  

Alan sintió mi mirada en él y bajó la vista, le sonreí y sus ojos oscuros tomaron un matiz divertido.  

      —¿Te parece extraño lo que tarareaba?  

      «Ni siquiera te presté atención» pensé, pero no le podía decir que intentaba imaginarme a su papá a través de él, era un tema que no le gustaba nada. Sonreí todavía más.  

      —¿Dónde aprendiste eso?  

Me miró como si fuera a decirme algo indebido, pero apretaba los labios para no sonreír. Entonces se detuvo y se inclinó para mirarme a los ojos, él era al menos ocho centímetros más alto que yo.  

      —Anoche cuando volvía a casa se la escuché cantar a un hombre y me gustó.  

Seguimos caminando y como parecía poco dispuesto a decir otra cosa, yo tomé la palabra.  

      —¿Y bien, no piensas decirme cómo va?  

Me miró sorprendido.  

      —Pero si ya la escuchaste.  

Le hice una mueca.  

      —No es verdad, sólo tarareabas algo que yo no entiendo.  

Para ese momento ya habíamos llegado a la casa donde trabajaríamos ese día.  

      —Bueno... si quieres te digo lo que dice —dijo mientras abría la verga y pasábamos al pequeño jardín.  

      —Lo escucho, maestro —dije en tono solemne, como había oído que decían en las óperas.  

Se tomó su tiempo, primero acomodamos las herramientas para empezar a trabajar, y cuando ya todo estuvo listo, nos sentamos en la tierra con las piernas cruzadas. Alan tomó aire, cerró los ojos y empezó a cantar con una voz aguda, pero extremadamente dulce: 

Impaciencia y euforia, tiñen la vida. 

No puedes volver al pasado. 

Y nunca cambiará el sufrimiento. 

La paciencia es una cualidad. 

El miedo tiene sabor, sabor a desesperación. 

La esperanza de los fieles es falsa. 

¿Por qué debes sangrar? Espera por mí. 

No puedes huir de los días oscuros. 

Las bestias devoran los restos. 

La chica custodia la muerte. 

Tu seguridad es irreal... 

Todo en lo que crees se desmorona… 

Recuperaré lo que fue arrebatado y ocultado. 

Nada volverá a ser igual. El ayer no vuelve, el presente 

te abruma y... 

el porvenir te aplastará. 

 

      «¡Por Dios!» Terminó la canción con voz severa, llena de promesas y cruel determinación, escalofriante.  

Las últimas notas permanecieron un momento en el aire antes de desvanecerse en el silencio, las aves también callaban. Durante un largo minuto permanecí quieta y llena de horror, sabiendo que algo en esa canción se me escapaba y que era imprescindible saber qué. Además, de alguna manera escuchar esa letra me había helado la sangre en las venas. Cuando recuperé la compostura, me descubrí respirando entrecortadamente y frotándome las manos, actos que manifestaban mi incomodidad.  

Alan seguía con los ojos cerrados, tenía una sonrisa en los labios.  

      —¿Te gusto eso? —Sin querer mi voz salió chillona, rayando la histeria.  

Abrió los ojos y me miró perplejo.  

      —Es horrible —negué con la cabeza—, no sólo horrible, es aterradora. Suena como alguien que acecha a otra persona, pero con un fin cruel.  

Me estremecí y él también.  

      —No es que me guste lo que dice —explicó—, sólo que es muy pegajosa.  

Lo miré atónita. 

       —¿La cantas sólo por qué se te pegó en el cerebro como una garrapata?  

Se encogió de hombros y yo no pude evitar reír, aliviada. El aplastante miedo a esa canción se esfumó, y nuevamente sólo éramos Alan y yo.  




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