Presa: La Comunidad Roja

PRESAS Y CAZADORES

 «¿Podría ser este un bosque desierto?»  

Luego de caminar por un buen rato mis pies se quejaron y tuve que detenerme a descansar, me senté en una piedra y me quité las botas, les saqué la nieve que se había colado dentro y después las examiné con suma atención, ahora que eran mi único calzado y protección contra el hielo, debía cuidarlas más que nunca; no parecía que hubieran sufrido daños importantes, eran pequeñas y como sólo me llegaban un poco arriba de los tobillos, no eran incómodas, pero sí muy prácticas.  

Solamente descansé un rato antes de levantarme y seguir avanzando, no podía permitirme holgazanear, estaba apurada por regresar a casa cuanto antes. Y gracias al cálido sol la temperatura no era exageradamente baja, y podía caminar sin que el frío supusiera una gran molestia, tal vez en casa y con la seguridad de estar a salvo, yo hubiera apreciado un clima como ese. Pronto se alzó ante mí una pequeña montaña y comencé a subirla, tal vez a mayor altura lograra ver algo que me permitiera orientarme, y así saber hacia dónde dirigirme, de esa manera no tendría que andar a ciegas. Cuando por fin llegué a la parte más alta de la montaña, tenía las mejillas sonrosadas por el frío y mi aliento salía en pequeñas nubes de vapor. Apoyé las manos en mis rodillas para recuperar el aliento, y un minuto después levanté la mirada, entonces sentí mi fe y esperanza desinflarse en mi pecho.  

Kilómetros y kilómetros de ese nevado bosque se extendían en todas direcciones, no podía ver nada más que árboles, excepto grandes montañas y riscos cubiertos de nieve que se alzaban por aquí y allá, los cuales tenían la apariencia de haber sido glaseados con azúcar. Mi respiración se detuvo y me sentí palidecer, no podía creerlo.  

Desesperada busqué algo, una cosa distinta entre el monótono paisaje, cualquier cosa que demostrara el fin de aquel helado mundo blanco.   

      —¡No, no, no puede ser! ¡Es imposible, debe tener un final! —exclamé viendo en torno, el pánico iba creciendo dentro de mí y ya no podía reprimirlo—. No hay bosques de este tamaño, debe tener un fin, debe existir algo más...   

Pero por más que busqué y busqué, no encontré nada en la distancia que indicará el fin de ese lugar. Me dejé caer en la nieve agotada, y sin poder evitarlo, empecé a llorar; impotente, esa era mi situación. Había pensado salir por mi propio pie, estúpidamente creyendo que, si buscaba lo suficiente, eventualmente encontraría la salida. Pero después de no ver nada más que nieve y nieve, no parecía que existiera una salida o un fin. Empezaba a creer que en realidad no existía manera de escapar, ese bosque era una prisión, y yo su presa.  

  

Alrededor de una hora después, recostada en un viejo abeto, analicé otra vez mi situación; tal vez si podía salir, solo tenía que encontrar a alguien que me ayudara o explicara algo de lo extraño que sucedía allí. Aún no podía darme el lujo de perder la esperanza, era todo lo que evitaba que sucumbiera, tenía que salir, tenía que verlos otra vez, tenía que ver a Alan una vez más. Agotada y desolada me acurruqué en el tronco, me envolví en mi vestido, cerré los ojos y fijé el rostro de Alan en mi mente; siempre mordiéndose la comisura de la boca, como si volcará en esa tarea toda su concentración...   

Desperté cuando el dolor por haber dormido en esa incómoda posición me obligó a abrir los ojos, la mañana era brumosa, y una densa niebla me impedía ver más allá de unos pocos metros. Me puse en pie y pasé las manos por los pliegues arrugados de mi vestido, una maña que me daba cuando estaba nerviosa. Luego caminé un poco para desentumecer las piernas, muy despacio e insegura, tratando de ver algo a través de la densa niebla matutina. Estaba alerta por alguna razón, empezaba a sentir miedo y a notar en los huesos la angustiosa sensación de ser observada desde las sombras, sensaciones que ya había sentido antes, cuando...  

Con el corazón latiendo frenéticamente, miré como la silueta de una forma humana comenzaba a formarse poco a poco frente a mí, del otro lado de la espesa niebla: era la figura de un hombre. No podía verlo claramente, pero no era necesario, sabía perfectamente quién era; el miedo se instaló en mis entrañas, pero también algo más: determinación, esta vez sabía lo que él quería.  

No se acercó, solo ladeó la cabeza en un gesto de depredador, cerré un puño mientras discretamente apretaba el otro alrededor de la reliquia. Podía escapar cuando quisiera, pero no lo haría, primero quería saber todo lo posible sobre ese lugar y la reliquia, y mi candidato a asesino contestaría algunas de mis dudas.  

      —¿Quién eres tú? —Era lo primero a saber.  

El tipo sacó algo de sus ropas y lo estudió, pasando el objeto de una mano a otra con una habilidad intimidante. Odié no saber qué era eso, detesté la niebla que lo envolvía lejos de mi vista, y que me volvía todavía más vulnerable.  

      —Tu ignorancia es muy tierna, niña, bastante encantadora, de hecho —Su afilada voz traspasó el espeso humo, llegando clara a mis oídos como si él se encontrara a mi lado—. Y ya que en breve te daré muerte, me parece cortés decirte quien soy. Un asesino debe ser amable con su víctima hasta cierto grado, ¿estás de acuerdo?  

La sola idea de morir allí, sola y a sus manos, me puso los nervios de punta 

      —Yo soy tu verdugo. Mi trabajo es el mismo que el del gran puma, el despiadado león, el sádico tigre, el insensible tiburón blanco, la mortal viuda negra. Soy un depredador por excelencia, y más que eso. 

Yo no era la más inteligente de la familia, ese era Cris, pero tampoco era estúpida y entendía el significado de sus palabras; la supervivencia de esas especies y su lugar en la cadena alimenticia se rige por el mismo método: la cacería a especies más vulnerables.

Él era un Cazador, un hombre que vivía entre la sangre y la muerte; su trabajo consistía en matar a gente como yo: personas débiles. 




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