Presa: La Comunidad Roja

QUIEN SOY YO

La cálida luz se filtraba entre las hojas y me acariciaba el rostro. Pestañeé mirando el sol, di un respingo cuando una mano atrapó la mía, la apreté ligeramente y giré sobre mis talones para verlo.  

Una gran sonrisa se extendía por su atractivo rostro, y las hojas que caían se enredaban en su cabello, contuve un suspiro y le sonreí, alegre de volverlo a ver.  

Tenía el cabello tan largo que le cubría los ojos, alcé una mano para retirarlos cuando un sonido detrás de él me hizo mirar sobre su hombro. Papá y mamá caminaban riendo y entre los dos balanceaban a Marian, quien lanzaba grititos de júbilo. Mis padres reían, Cris iba a su lado y hablaba animadamente con Eli. Se veían felices, muy felices.   

      «No parecen extrañarte» susurró una suave voz en mi mente. «No les haces falta».   

      —No eres indispensable para nadie —dijo Alan de pronto, apoyando a la voz de mi cabeza.  

Alcé la cabeza al tiempo que daba un paso lejos de él. Su dulce sonrisa se convirtió en una sádica, con un movimiento de muñeca se retiró el pelo de los ojos.  

      —Mucho menos para mí —añadió cruelmente.   

Sus palabras fueron como un gancho directo a mi estómago, sacudí la cabeza y al mirar sus ojos que esperaba negros, me encontré con un par azul-grisáceo que me miraban con frialdad y sin una nota de brillo humano. El aire se detuvo y mi corazón se oprimió, el horror me hizo retroceder y chocar con el árbol detrás de mí. Quería gritar, pero tenía la garganta seca.  

      —No es verdad —dije con un hilo de voz.  

Ladeó la cabeza, un gesto familiar de mi Alan. Me miraba curioso, como si mis palabras fueran algo que no entendía o que no le importaran. Duro y sin ninguna consideración por mis sentimientos, habló sin emoción:  

      —Te equivocas, yo no te necesito.  

Abrí los ojos de golpe, sobresaltada, sentía que el corazón quería saltar de mi pecho y huir, aún despierta podía escuchar el eco de sus palabras repitiéndose en mi cabeza. Todavía era de noche, seguía oscuro y no había luna que se filtrara por la ventana. Me hice un ovillo y apreté la cara contra el vestido.  

Aunque ese no era Alan, a pesar de saber que solo había sido un sueño… Dolía, dolía mucho, era como ácido en las venas.  

No quería pensar en ellos ni en él, pero no podía dejar de preguntarme si me echaban de menos, si me extrañaban una mínima parte de lo que yo a ellos. Sus palabras se me habían clavado muy dentro, y en ese momento fue cuando más quise que Alan estuviera conmigo y me dijera que nada era verdad, que solo eran mis miedos los que me atormentaban, ansié su consuelo. Reprimí la punzada de agonía que me trajo el sueño y obligué a mi mente a pensar en cosas más prácticas, en asuntos productivos; concentrarme en el día siguiente me ayudó a desvanecer mis pensamientos hasta la inconsistencia.   

Al día que siguió olvidé mi sueño y me dispuse a cazar algo, ya que el día anterior no había probado bocado y tenía el estómago en un nudo. Me vestí a prisa, volví a atar la reliquia en mi cuello y metí el cuchillo en mi bolsillo, lo necesitaría y era mejor tenerlo cerca. Con sigilo salí de la cabaña y me interné entre los árboles, el día estaba nublado y la temperatura había caído en picada durante la noche. Me envolví en mi ropa y busqué un buen árbol para montar una buena trampa, no encontré algo prometedor y justo cuando me disponía a volver a mi refugio, un pequeño zorro asomó a unos metros de mí. Me quedé quieta, no quería asustarlo y él aún no me veía.  

      —Puedes hacerlo —me dije en un susurro— no es tan grande, y no puede ser tan complicado.   

Lentamente saqué el cuchillo de mi bolsillo, lo posicioné en mi mano mientras el zorro olfateaba la nieve en busca de un rastro, nunca había lanzado cuchillos a nada, no sabía si le daría, y no quería. Apreté la mandíbula, me agazapé un poco, levanté el cuchillo y apunté directo al animal, éste levantó la vista del suelo y sus ojos miraron a los míos.    

      «Así es como debe mirar un animal» pensé. «Ese lobo debería aprender». 

Aun así, vacilé, y el zorro empezó a alejarse.  

      «¡Hazlo o morirás de hambre!» gritó mi subconsciente, y mi cuerpo respondió lanzando el cuchillo directo al cuello expuesto del animal. El arma viajó a su destino, el zorro trastabilló y cayó agitándose en la nieve. Sorprendida y asustada corrí a él, no sabía bien con qué fin, pero lo hice. Al llegar a su lado me quedé estupefacta, el cuchillo se había hundido limpiamente en su peludo cuello, en la yugular, tal cual había previsto. No podía creer que tuviera tan perfecta puntería. El zorro seguía vivo, desangrándose agitaba su cuerpo y lanzaba patadas, tratando de ponerse en pie. No era bueno que sufriera, no me gustaba.  

Guiada por mi instinto compasivo, me arrodillé a su lado, tomé el cuchillo y lo saqué de su cuello,q inmediatamente la sangre salió a borbotones, pero con un movimiento fluido le corté la garganta, el zorro dio una última patada y se quedó quieto.   

Estaba abrumada, no sabía que pudiera ser tan fría, y peor aún, ser tan buena en ello. Mi yo de antes nunca hubiera hecho algo así, reprobaba mi comportamiento.  

      «Pero esa ya no eres tú, ya no» la voz de mi subconsciente era triste.  

Ya había matado animales antes, pero solo pollos, conejos y ardillas, y nunca así, jamás lanzándoles un cuchillo, y menos a nueve metros de distancia.  

Ignoré la sensación, tomé las patas traseras del animal y empecé a arrastrarlo a la cabaña. No era una tarea pesada, pronto llegué y con el mismo cuchillo comencé a quitarle la piel, el pelo y a limpiar la carne, mientras tanto, pensaba en mi recién descubierta puntería, y me preguntaba por qué no me había dado cuenta antes.  

Gracias a la práctica pronto conseguí encender un buen fuego en la chimenea, rápidamente puse un poco de carne en las brasas y guardé el resto como provisión, la temperatura estaba a mi favor y evitaría su rápida descomposición.  




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