Presa: La Comunidad Roja

CRIATURAS SIN NOMBRE

Sacudí la cabeza y me envolví en el vestido, el único sonido eran los de mis pasos, las hojas en el suelo estaban tan húmedas que no producían ruido alguno, y de pronto, sin haberme dado cuenta, tenía sujeto mi cuchillo en una mano y lo apretaba tan fuerte que me lastimaba la palma. Inhalé profundamente, me concentré en ver mi aliento convertirse en volutas de vapor y alejar el miedo de mi cabeza.  

      «Después de todo, todo lo que te ha pasado ha sido en la otra parte del bosque» dijo con sabiduría mi subconsciente.  

      «Y eso ha sido por qué es la única parte donde he estado viviendo» le contesté sarcástica, no dijo nada, ella sabía que yo tenía razón.   

No me fiaba de ese lugar, en parte porque todo el bosque era traicionero, y ese parte en particular era el doble de terrorífica. Sentía mi corazón bombear con fuerza contra mi pecho mientras caminaba entre esos envejecidos y tenebrosos árboles, salidos de un grotesco cuadro.  

Un fuerte ruido me hizo parar en seco, y antes de saber lo que hacía ya me encontraba oculta tras un pino, con el cuchillo en una mano y la reliquia en la otra. Pequeños sonidos le siguieron al primero, como de ramitas quebrándose; después de días y días por fin me topaba con alguien. Reuní mí ya escaso valor y me asomé por una hendidura entre la carcomida corteza del árbol, lo que vi me hizo palidecer y me obligué a no gritar, aunque me moría por hacerlo.   

      «Por favor, que no sea cierto» rogué temblando de pies a cabeza. «Que no sea real, esto no».  

Quería echar a correr, pero gracias a Dios mis pies no respondieron, de lo contrario la nueva cosa me habría devorado en un instante. Me tragué el grito que nació en mi garganta.   

A unos metros de mí estaba la cosa más fea que había visto en mi vida, una especie de araña con cruce de algo, o varias, especies más. El animal medía cerca de tres metros, su piel era tan oscura que no me sorprendió no haberlo visto antes, dado que se movía pacíficamente entre las carcomidas raíces, concluí que yo tampoco había sido vista, quise suspirar del alivio.  

El bífido monstruo clavó una de sus largas extremidades en el tronco de un árbol ya muerto, y este se partió produciendo el sonido que me había alertado de su presencia. No podía ver donde tenía los ojos, pero su piel parecía una coraza negra y reluciente, y su cuerpo la unión de varias esferas, unas sobre otras; de las esferas emergían unas largas patas que empezaban anchas como su cuerpo, seguían delgadas como una hoja y terminaban en una fina punta. Lo que clasifiqué por piel brillaba como zapatos recién lustrados, era tan brillante y lisa que no podía ser pelo. Su cuerpo se apoyó en siete de sus ocho patas, e inclinó la última contra lo que quedaba del tronco, hundió la punta suavemente en la corteza, como si la tierra bajo la nieve fuera pan. Un constante sonido similar a un siseo no dejaba de fluir de donde sea que tenía la boca.    

De pronto, un chillido en el tronco me hizo respingar, y al segundo siguiente una rata anormalmente grande salió corriendo, el pequeño animal trepó sobre los restos del árbol. Antes de entender nada, la cosa dio un saltó impulsada por todas sus patas y cayó ágil frente al roedor, el hueco tronco apenas se balanceó ante el nuevo peso, las afiladas patas se clavaron profundas en la corteza, y volaron astillas al tiempo que el viejo árbol crujía. La rata lanzó otro chillido y trató de volver al fondo del tronco, pero la cosa fue más rápida, una de sus patas se clavó veloz y precisa en la espalda del animal; entre los chillidos lastimeros del roedor, la cosa dobló su largo miembro en un ángulo imposible. Quería correr, pero parecía estar clavada en mi sitio. Observé fascinada cómo, y para mi desconcierto, el animal dirigía su alimento a donde se suponía debía estar su estómago, se abrió revelando un agujero rodeado de filas y filas de pequeños, delgados y afilados dientes; incisivos que se curvaban al fondo, dientes parecidos a los del tiburón blanco. Y no tardé en entender la razón de su peculiar forma, la cosa comenzó a triturar y despedazar a la rata, trozos minúsculos de carne cayeron al suelo y gotitas de sangre pintaron la nieve de rojo. Podía ver cómo sus incisivos chocaban entre ellos, produciendo un chirrido desagradable al masticar, y como la sangre oscura del animal se mezclaba con la de la rata al cortar pedazos de su propia piel. Las náuseas me inundaron cuando comenzaron a caer al suelo tiras de carne pertenecientes a su boca, al parecer el mortífero monstruo no notaba la diferencia entre la rata y su propia carne. Y cuándo acabará con ese pequeño aperitivo, sin duda buscaría una presa más grande, y yo no estaba dispuesta a serlo.  

No quería ver más, desanudé mi collar y tomé la reliquia sin realmente verla, mis ojos seguían en el espectáculo, simplemente no podía apartar la vista. El animal aún seguía concentrado en su comida en el momento que acerqué la reliquia a mi boca y le pedí volver a la cabaña.  

Las tablas sueltas se clavaron en mis costillas, rodé sobre mi espalda y gruñí aliviada, mirando el techo agujereado sobre mi cabeza. Después de un rato me saqué las botas a tirones al tiempo que me despojaba de todos mis harapos. Cuando terminé, me senté en la cama y medio ausente me puse a comer tiras de carne fría, no quería pensar en esa cosa y no lo hice. Estaba segura de que eran suficientes excursiones por ese día, así que el resto de la tarde me la pasé sentada en la mecedora, clavando mi cuchillo en la pared contraria. De todas las veces que lancé el cuchillo de mi madre, siempre le di a mi objetivo, y para la noche ya era muy buena.

Si ese bosque me mataba, no sería por ser una inepta con las armas blancas. 




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