Presa: La Comunidad Roja

¿QUIÉN ERES TÚ?

Me mordí el labio, indecisa, y mi ceño fruncido se profundizó cuando me di cuenta de que su andar era muy lento y torpe, demasiado para ser casual. Inspeccioné su cuerpo a detalle y me detuve en una de sus piernas, la que arrastraba. Estaba herido.  

Tragué saliva y miré a mi alrededor, él estaba solo y yo cada vez más nerviosa. Mi instinto compasivo quería correr y ofrecerle ayuda.  

      «No lo hagas, ni se te ocurra, no te fíes de él, ni de su aspecto» la voz de mi subconsciente era determinante.  

Rechiné los dientes, pero tomé su orden y en silencio saqué el cuchillo de mi Cazador, lo apreté en la mano, en la otra sujetaba el de mi madre. No quería usar el arma del hombre que intentaba matarme, no me gustaba la sensación de la empuñadura, pero tampoco tenía de otra. Así que con un cuchillo en cada mano salí de mi escondite, me planté en el suelo y miré la espalda del tipo, tomé aire y valor.  

      —¡Detente! —Grité con voz dura.  

El hombre reaccionó a mi voz dando un respingo, paró en seco, inmóvil como una estatua se quedó quieto, dándome la espalda. Yo no sabía nada sobre intimidar, así que dije lo primero que se me ocurrió.  

      —Date la vuelta —ordené  

Pude sentir su vacilación, levanté uno de los cuchillos sobre mi cabeza, lo lanzaría si fuera necesario.  

      —¡Vamos! —Presioné.  

 Pero no se movió.  

      —Te mataré si no te das la vuelta —amenacé.  

Lo oí suspirar, y derrotado giró sobre sus talones con lentitud, al fin. Apreté las empuñaduras de mis cuchillos, lista para lanzarlos al tipo si se le ocurría hacer algo raro.  

Cuando quedamos de frente, descubrí que era un chico, un joven a juzgar por su complexión física. Mi mente quedó vacía por un segundo y solo pude recorrer su cuerpo con la mirada; usaba unas extrañas botas, pantalones extraños y una desgastada camisa de lana, también extraña. Torcí el gesto recuperándome de la primera impresión, y consternada seguí escudriñando, aunque no había mucho que ver ya que su capa estaba anudada a su cuello por un cordón, y la capucha cubría casi todo su rostro. Solo podía ver la mandíbula, tenía la piel pálida, en extremo blanca. Reafirmé los cuchillos en mis manos.  

      —Quítate la capucha —le ordené en tono frío.  

Esta vez obedeció sin vacilar, se llevó dos manos cubiertas con guantes de piel oscura a la cabeza y descubrió su rostro. Y yo reaccioné abriendo los ojos como platos, perpleja y horrorizada. Un cuchillo resbaló de mi mano y cayó al suelo. Atónita me quedé de piedra, el chico tampoco se movió. Mi respiración poco a poco se volvió agitada, no podía hacer nada, nada más que mirar a los ojos del chico: unos ojos azul acero, moteados de un gris sólido. Mi mirada estaba clavada en esos ojos azul grisáceo. 

Los ojos del lobo. El chico me devolvió la mirada, tan atónito como yo.  

      «¿Cómo si estuviera sorprendido de verme?» El pensamiento volvió a mi mente, igual que la primera vez.  

Quise chillar y echar a correr lejos de él. «No, no puedo, además es imposible, el lobo era un animal y este es un chico, es un humano». Desesperadamente intentaba convencerme a mí misma de que mis miedos eran infundados.  

El muchacho hizo ademán de querer acercarse, me tensé y reafirmé el arma en mi mano.  

      —No te acerques —le advertí, se detuvo en cuanto lo dije, mirándome con expresión impotente y preocupada.  

Evité mirar sus ojos al añadir:  

      —¿Quién eres? ¿Qué haces aquí tú solo? ¿De dónde vienes? —Mis preguntas salieron atropelladas, pero él no podía culparme, estaba asustada y nerviosa, aunque él no lo supiera.  

Trastabilló hacia mí y retrocedí un paso, sus piernas empezaron a flaquear, alargó una mano en mi dirección. Estaba débil, muy débil.  

      —Esas son muchas preguntas —dijo con voz tranquila y baja, a continuación, sus ojos se pusieron en blanco y cayó en la nieve, donde permaneció quieto.  

Me quedé pasmada, mirando al chico en el suelo.  

      «Oh, Dios ¡Está muerto! ¡Está muerto!» Mil pensamientos repletos de pánico llenaron mi mente. «Cálmate» me dije. «Tienes que tranquilizarte y revisarlo».  

Apunté al cuerpo con el cuchillo sujeto por las dos manos, como si fuese una pistola. Inhalé tanto aire como me permitía el ajustado vestido, y a continuación me acerqué a él con lentitud. Dubitativa le di un puntapié en las costillas, pero él no reaccionó y yo me sentí mal; yo no era de las que iban por la vida pateando cadáveres. Refunfuñé y me arrodillé resignada a su lado, la piel de mis piernas protestó al contacto con la nieve, maldecí por lo bajo.

No sabía qué hacer y recelé antes de acercar mi mano a su mejilla, yo nunca antes había tocado a un chico, excepto a Alan, sin embargo, este era un caso especial y no tenía de otra. Renuente le di un suave toquecito con el dedo índice, pero nada, no hubo respuesta ni reacción de su parte. Miré su rostro inconsciente; su piel pálida hacía juego con el cabello blanco en su cabeza, jamás había visto a alguien con ese color de pelo, y no supe qué pensar al respecto.   

Sacudí la cabeza y esta vez apoyé el dorso de la mano en su frente, necesitaba saber sí ya no era más que un cuerpo sin vida. Pero mis angustias pronto se vieron injustificadas, al tocarlo sentí la piel cálida y suave al tacto, de inmediato una chispa de esperanza llenó mi pecho, y ansiosa busqué el pulso en su cuello, ahí también noté la piel caliente, y pronto mis dedos sintieron las pulsaciones rítmicas y constantes.  

      «Está desmayado» pensé esperanzada. «No muerto como creí en un principio». Respiré aliviada.  

Él tendría que ser útil para mí, podría tener algunas respuestas a mis dudas, lo necesitaba y estaba claro que él a mí. Por lo que hice a un lado mis inquietudes respecto a sus familiares ojos, tener esa clase de prejuicios no era propio de mí, y seguro el parecido obedecía a una mera coincidencia.   




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