Presa: La Comunidad Roja

100 AÑOS ENTRE AMBOS

Abrí los ojos con el corazón latiendo a mil por hora ¿Acaso las pesadillas me atormentarían para siempre? ¿A ese lugar le gustaba torturarme con lo que ya no poseía? ¿Seguirían hasta lograr volverme loca? ¿La muerte sería mi único momento de alivio? Me llevé las rodillas al pecho y abracé mis piernas.  

El agujero en mi interior se sentía como si tuviese ácido en los bordes, quemándome viva. Casi me sorprendía no ver sangre brotar y manchar mi vestido, obteniendo su libertad en un líquido carmesí. Aún sentía los brazos de Al rodeándome con fuerza, todavía percibía su olor en mi ropa, notaba su espeso cabello entre mis dedos y sus labios en mi frente. Miré por la ventana, fuera de mi refugio todo era absoluta oscuridad, la noche lo envolvía todo con su halo y la soledad de Sacra se sentía en la piel. La tormenta parecía tener como propósito arrasar con la cabaña, la madera crujía y chirriaba, el viento aullaba y casi lanzaba alaridos. Al parecer aún faltaba mucho para el alba y no habría buen clima para salir, igual, ya no pensaba ir a ningún lado. Ahora que estaba Cam, La Comunidad Roja era mi único objetivo, ya no tenía por qué hacer más búsquedas sinsentido. Las brasas en la chimenea arrojaban colores de un intenso rojizo, llenando la habitación de esa luz escalofriante y dando la apariencia siniestra de estar pintada con sangre.   

Cam dormía profundamente en su esquina, estaba totalmente desparramado por el suelo; como la cabaña no era muy grande, sus piernas casi tocaban mi cama y su cabeza rozaba el otro extremo de la estancia. Cerré los ojos otra vez y pasé el resto de la noche imaginando que seguía en casa.  

      —Pareces distraída.  

 Alcé la vista a Cam.  

      —Solo estoy extremadamente agotada —confesé con un bostezo— no tuve buena noche —admití tratando de no recordar nada de mi sueño.  

Asintió y siguió bebiendo el «desayuno», el cual solo consistía en agua hervida, no teníamos nada más. Bostecé de nuevo y me dediqué a trazar dibujos en el suelo, me alegraba que Cam no fuese tan insistente e invasor de mi espacio, en eso Alan y él eran iguales. Más tarde me fui a sentar a la vieja mecedora y permanecí mirando fijamente la tormenta, aunque afuera todo era blanco y casi no veía nada, no me importó, resultaba agradable y tranquilizador centrar la mente en algo positivo.  

Cam se había trasladado a la cama, al parecer ya se había hartado del suelo, pero igual que yo, no decía nada y permanecía sumido en sus pensamientos. Acaricié inconscientemente mi collar, todavía no tenía una idea clara sobre qué hacer respecto a eso, sobre si debía contarle a Cam mi preciado secreto o no. Apreté la capa en torno a mí, ni siquiera el fuego era suficiente contra el frío, sino aminoraba pronto, al día siguiente también tendríamos que quedarnos a resguardo dentro de la cabaña. Dejé de mirar la ventana y bajé la vista a mi ropa, el vestido se había mantenido reluciente (tanto como era posible dadas sus condiciones) a pesar de los últimos eventos. Era extraño y mi curiosidad salió a flote nuevamente, era una curiosidad morbosa.  

      —Tu ropa —señalé.  

Escuché las tablas crujir bajo su peso.  

      —¿Perdón?  

      —Tu ropa —repetí sin apartar la vista de la ventana— me parece extraña —expliqué. 

Lo oí moverse y casi al mismo tiempo emitir un gruñido de dolor. 

      —La tuya también —dijo al fin.  

Me coloqué unos mechones rebeldes tras la oreja al tiempo que preguntaba:  

      —¿Qué quieres decir?  

      «¿Qué yo vestía extraño?» Tendría que mirarse un poco, nadie vestía así.  Resopló.  

      —Tu ropa parece del siglo pasado. Es demasiado clásica y… —Consideró lo siguiente— anticuada.  

Rápidamente me puse en pie, indignada. No sabía lo que decía, mi ropa era bastante normal, la suya en cambio, no podía decir lo mismo.  

      —Parece que estás bastante confundido.  

Arqueó una ceja, casi divertido.  

      —No lo estoy —señaló mi vestido—. Tú en cambio tienes la apariencia de una chica del siglo XVIII, o tal vez del XIX. 

Fruncí la frente y solté un bufido. El chico era un tonto.  

      —¿Qué esperabas? Es apenas inicio del siglo XIX.  

La sonrisita se desvaneció al tiempo que palidecía.  «¿Lo había ofendido?»  Mi expresión molesta también desapareció, lo miré consternada y confusa.   

      —Carol —dijo con un hilo de voz— ¿Cuándo naciste?  

Aún más confundida, y ahora un poco asustada, le contesté:  

      —El dos de febrero de 1893.  

Lanzó un sonido entrecortado, casi de miedo.  

      —¿Qué pasa, Cam? —Sin pensarlo me acerqué a él y me arrodillé entre sus piernas. Ni siquiera me notó, estaba pasmado.  

      —Tienes...  

     —Diecisiete —completé por él—, hace tres meses que cumplí diecisiete años. 

Cam asintió llevándose una mano a la cara y yo me preocupé más, no entendía nada de nada, y él tampoco me lo explicaba. Tomé sus manos entre las mías, cada vez más nerviosa.  

      —Cam, dime que te pasa —le pedí.  

Reaccionó a mi voz bajando la mirada a mi rostro con una expresión de pena grabada en ella.  

      —¿Quieres saber cuándo nací?  

No pude evitar fruncir el ceño, solo quería saber qué lo tenía así, pero sí decírmelo ayudaba, entonces bien, asentí varias veces.  

      —El ocho de diciembre del año… —Suspiró—. No importa el año, el hecho es que yo nací más de cien años después que tú. 

De inmediato sacudí la cabeza con una sonrisa. 

      —¿Estás bromeando? Eso no puede ser. 

Pero Cam no correspondió a mi sonrisa, su rostro siguió cincelado y serio. 

      —No, Carol, no juego. Yo realmente nací en esa fecha. 

Sentí mi sonrisa vacilar hasta desaparecer, el color dejó mi rostro y me paralicé. Su expresión, su postura, no me estaba mintiendo, estuve segura de ello. 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.