8 de noviembre de 1999
Los hechos más atroces pueden ocurrir en los lugares más inesperados, aquellos en los que la tranquilidad y aparente paz pueden confundir y evitar que se pueda percatar del mal que se oculta entre la hermosura de los paisajes. Y San Antonio era precisamente eso, un lugar hermoso, donde el verde de los árboles, el intenso colorado de sus caminos de tierra, los grandes sembradíos que resplandecían bajo el radiante sol y la agraciada vista al gran río Paraná, lo convertía en el lugar ideal para llevar una vida tranquila, lejos del peligro y la inseguridad de las grandes ciudades. Un lugar donde los niños podían jugar libremente en las calles y los campos sin la necesidad de la preocupación de sus padres. Un lugar donde no era necesario cerrar las puertas con llave porque todos se conocían entre sí. Todo esto era San Antonio, el mejor lugar del mundo para vivir.
Pero aquella calurosa tarde todo cambiaría para siempre. Mientras el sol descendía lentamente en el horizonte, en un pequeño arroyo en las afueras del pueblo, rodeado por los imponentes y enigmáticos bosques, dos pequeñas niñas de cabello rubio y bellos ojos celestes, jugaban sin percatarse del paso de las horas.
Las pequeñas gemelas Lucia y Emilia, de diez años de edad, eran las hijas del matrimonio Stevenson, una familia de agricultores como lo eran la mayoría en la comunidad.
El cielo se tornó anaranjado cuando el sol ya casi había ocultado. La inmensa luna llena comenzó a elevarse sobre las ropas de los árboles. Cuando la luz comenzó a desvanecerse, las niñas cayeron en la cuenta de lo tarde que se les había hecho.
–Papá va a estar muy enojado, le prometimos que estaríamos antes de las seis de la tarde y ya deben ser casi las ocho de la noche. Vámonos, rápido! –Le dijo Lucia a su hermana, mientras juntaban sus cosas para emprender presurosas el regreso a su casa.
Comenzaron a correr lo más rápido que les permitía sus piernas, pero por mucho que se apresuraron, la noche las había alcanzado. En aquel alejado camino de aquel, no había iluminación eléctrica, por lo que, pronto, la oscuridad insondable cubrió todo el lugar y las copas de los arboles apenas dejaban entrar unos escasos rayos de luz de luna, provocando que las niñas apenas pudieron ver donde pisaban. No les quedó más remedio que dejar de correr y comenzar a caminar con lentitud para no tropezarse con alguna de las tantas rocas sueltas.
–Te dije que era mala idea que nos quedáramos! Yo solo quería irme a casa –Le reprochaba Emilia a su hermana.
–No seas una llorona. No estamos tan lejos. Seguramente mamá debe estar preparando la cena y papá no debe haber llegado. No se percatarán que lleguemos un poco más tarde. –Le respondió Lucía intentando darle un poco de calma a su asustada y enojada hermana.
El espeluznante canto de una lechuza oculta entre las copas de los arboles las sobresaltó. Era un canto tenebroso y triste como un siniestro presagio de lo que estaba a punto de ocurrir.
–¿Qué es eso? –Preguntó Emilia apretando con fuerza la mano de su hermana.
–Es solo una lechuza. Sigamos avanzando. –Le contestó su hermana sin poder evitar que su voz sonara temblorosa por el miedo.
–Lucía. ¿Recuerdas lo que nos decían sobre el canto de las lechuzas en las noches de luna llena?
–Olvídate de esas cosas. Son puros cuentos.
–Pero la abuela nos decía que las lechuzas cantaban en las noches de luna llena anunciando que alguien moriría.
–La abuela decía muchas cosas. Es solo un ave. Ya no estés asustándote con esas supersticiones.
–Pero no recuerdas la noche en que ella murió? Ella estaba sentada hamacándose en su sillón de mimbre junto a la ventana mirando la luna llena. Entonces una gran lechuza cantaba posada en el árbol seco junto a la casa. Cuando escuchó el canto, ella nos miró y se sonrió. Nos dijo que nos quería mucho y esa misma noche falleció.
–Por favor Emilia, no pensemos en eso ahora. –Le reprochó Lucía visiblemente intranquila mientras tragaba saliva.
Corpus, se encuentra aislado del resto de las ciudades, ubicado en el sector más alejado de la provincia, sobre las costas del Río Paraná. Es un lugar antiguo, en el cual todavía persisten las antiguas creencias sobre leyendas y seres mitológicos. Los habitantes del pueblo son personas muy creyentes en las supersticiones y maldiciones, por lo que fue natural que los adultos les hayan contado a las niñas leyendas terroríficas, advirtiéndoles siempre lo que les podría pasar si regresaran muy tarde a su casa.
Las pequeñas por lo general siempre obedecieron a sus padres, pero esta vez la diversión les había jugado una mala pasada y el tiempo se les pasó con tanta velocidad, que no se percataron lo tarde que se les había hecho.
Presas de pánico, las niñas caminaban rápidamente, con su mirada puesta repetidas veces en la densa arboleda rodeada de oscuras sombras que cubrían ambos lados del camino, el hermoso paisaje visto de día se transformaba en un lugar terrorífico y oscuro por las noches. Las pequeñas pensaban que aterradoras cosas podrían acechar tras los árboles.
De repente entre medio de los agudos silbidos del viento que soplaba persistente se escuchó un aullido. Al principio fue tenue, casi imperceptible, pero luego fue tomando fuerza, escuchándose cada vez más cerca. Algo se acercaba.