–¿Disculpe jefe, pero puede decirme de nuevo que hacemos aquí de noche? Este lugar es espantoso. –Preguntó Javier al Comisario mientras estacionaba el patrullero frente al Asilo de ancianos de Corpus Christi, un lugar donde terminaban los enfermos y ancianos de los cuales ya ningún familiar quería hacerse cargo. El lugar parecía sacado de una película de terror. Altas rejas daban lugar a un gran portón que conducía hacia el interior. Sus descuidadas y antiguas paredes de ladrillos desgastados, juntos con viejos ventanales altos, daban a la vieja casona de dos plantas un aspecto aterrador.
–¿No te pareció extraño que el padre Carlos, luego de estar años desvariando y consumido por el Alzheimer, de pronto haya aparecido en el cementerio, completamente sano diciendo que muchos morirán?
–Claro que si Jefe, pero usted mismo lo ha dicho. El pobre viejo esta consumido por su enfermedad, es normal que diga sinsentidos.
–Puede ser. Pero aun así quiero averiguarlo. He venido a verlo ese mismo día, pero la monja del lugar me dijo que no me podía atender. Hasta que hace una hora atrás, me ha llamado pidiéndome que venga que el Padre quería hablar conmigo.
–Bueno, en ese caso, le deseo mucha suerte.
–¿Que no piensas entrar?
–De ninguna manera. Alguien debe cuidar el vehículo. Yo lo esperaré aquí.
–Cobarde. –Refunfuñó el comisario.
En unas de las columnas que sostenían el gran portón de rejas puntiagudas había un cartel que decía "Asilo Corpus Christi – Un lugar de Paz". Empujando levemente, Tomás abrió el portón, apenas lo suficiente para entrar. Las farolas que iluminaban el sendero que conducía hacia la casona, apenas dejaban entrever lo que había hacia los lados. El asilo se hallaba en un camino de tierra, distante a casi dos kilómetros de la casa más cercana, rodeado por la selva que se extendía hasta el río.
Mientras se acercaba a la entrada del asilo, una monja de avanzada edad, vestida con el clásico hábito negro que cubría sus cabellos blancos, dejando ver únicamente su rostro cubierto de arrugas, emerge de detrás de una columna. –Buenas noches Comisario.
–Buenas noches hermana Etelvina. Habíamos hablado por teléfono y me dijo que el Padre quería hablar conmigo.
–Precisamente. Lo está esperando. Sígame por favor.
La anciana monja conduce al Comisario por los pasillos de la vieja casona. La pintura resquebrajada de las paredes y las luces parpadeantes le daban un aspecto tenebroso y descuidado. A media que pasaban por los cuartos de los desafortunados que habían terminado allí, se escuchaban terribles quejidos, espeluznantes risas y gritos de los enfermos.
–Descuide Comisario. Son solo los enfermos. No les está pasando nada, algunos simplemente perdieron la noción de quienes son y donde están.
Tomás no puede hacer nada más que sentir lástima por aquellas pobres almas abandonadas por sus seres queridos, desechadas como si fueran la basura que estorba en el hogar. –Seguramente terminaré aquí. – Pensó para sus adentros.
Luego de subir las escaleras que le daba acceso a la planta superior, llegaron hasta un cuarto cuya puerta tenía un cartel que rezaba "NO MOLESTAR".
–Bueno es aquí. Le advierto que el Padre no se encuentra muy bien. Procure no ponerlo nervioso. – Advirtió la monja antes de retirarse y dejarlo solo frente al cuarto.
Tomás toca la puerta con delicadeza y al no obtener respuesta gira la perilla e ingresa lentamente. El cuarto en realidad era una pequeña oficina. El lugar era humilde y totalmente carente de lujos como era de esperarse de un sacerdote perteneciente a la orden de los Jesuitas. Había un pequeño escritorio de madera con una, a la vista, incomoda silla de madera, un pequeño armario, una biblioteca repleta de libros, algunos de ellos parecían muy antiguos y en la pared una gran cruz de madera colgaba sobre la ventana que estaba detrás del escritorio.
Parado junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad del exterior se encontraba el Padre Carlos.
–Buenas noches hijo. Pasa por favor.
–Buenas noches Padre. Gracias por recibirme.
El Sacerdote le acerca una silla para que Tom se siente.
–Dime en que puedo ayudarte Tomás.-.
–Disculpe por molestarlo. Solo quise venir a ver como se encontraba. Y quería preguntarle. Bueno... Quería preguntarle por lo sucedido en el cementerio.
–Entiendo. Pero déjame preguntarte algo primero. Tú crees en el Diablo?
–Creo que existe el mal si a eso se refiere.
–No. Te pregunto si crees el diablo como un ser de existencia real.
–Usted se refiere al diablo, como un hombre rojo con cuernos. Como hombre de ley tendría que resultarme difícil creer que exista. Pero hay cosas que me convencen que si existe. ¿A qué se debe esa pregunta Padre?
–Pues bien. El diablo está aquí hijo. Ha llegado a Corpus Christi y muy pronto correrá sangre inocente.
Un fuerte escalofríos recorrió el cuerpo de Tomás y lo hizo estremecer al escuchar las palabras del sacerdote. –A que se refiere? – le pregunto preocupado.
–Te contaré una historia que pocas personas conocen.- comenzó a decir el sacerdote. –Como tu bien sabes este pueblo fue construido sobre los restos de una antigua reducción Jesuita, orden a la que pertenezco.