3 de diciembre de 1999
1
Un aire extraño se respiraba aquel día en el pueblo y Jonathan podía sentirlo. Una angustiante sensación apretujaba su pecho desde el momento mismo en que abrió sus ojos esa mañana. El horrible presentimiento de que algo estaba a punto de ocurrir no lo dejaba tranquilo. Como lo había hecho hace tantos años desde que era muy pequeño, aquella tarde, Jonathan se sentó en el viejo árbol caído. Allí permaneció contemplando los sembradíos que se mecían con una ligera brisa.
En su mente intentaba ordenar las extrañas cosas que estaban sucediendo. Sus visiones, aquella cueva y ahora también aquella bestia que deambulaba en las noches de luna llena atacando a los desprevenidos. Cosas demasiado extrañas para un pequeño pueblo.
Mientras veía como el sol descendía lentamente en el horizonte dando a los cultivos de maíz un brillo dorado intenso, no pudo evitar observar la luna surgiendo amenazante sobre las copas de los arboles lejanos. Su amarillento brillo anunciaba la llegada de otra aterradora noche. Pronto la bestia volvería a salir.
–¡Jonathan! –Lo llamó su hermano desde dentro de la casa.
–¡Aquí estoy! –Respondió.
–Pero ¿qué haces ahí? Será mejor que entremos. Pronto oscurecerá.
Franco se acercó y se sentó junto a él.
–Solo estaba mirando. Realmente es un lugar hermoso.
Al mirar el rostro de su hermano, Franco notó la melancolía impregnada en él. Tuvo la sensación de que su hermano se estaba despidiendo y observaba aquel paisaje que lo vio crecer hace tantos años atrás por última vez.
–¿Te encuentras bien? –Preguntó el pequeño.
–Lo estoy. Es extraño. Pero me siento mejor que nunca. El dolor ha desaparecido de mi cabeza y respirar este aire puro del atardecer realmente me reconforta.
El pequeño abrazó a su hermano mayor.
–No quiero que te mueras. –susurró.
Jonathan también lo abrazó. Intentó prometerle que no lo haría, pero las palabras simplemente no salieron de su boca. En el fondo de su corazón sentía que su hora estaba cerca.
2
–Vengo a ver al comisario. Es muy importante. –Decía el Señor Lazarte visiblemente nervioso y asustado.
–El comisario no se encuentra. ¿En qué podemos ayudarle? –Preguntó Javier sentado en el pequeño escritorio del recinto de la guardia.
–Búsquelo. Esto es muy importante.
–Lo siento Eugenio. Lo estuve llamando durante todo el día y no pude localizarlo. Supongo que tendrá que conformarse conmigo.
–¡Es ese sacerdote, se ha vuelto loco!
–Si lo sé. El pobre anciano estuvo enfermo durante mucho tiempo. Quizás haya tenido una mejora temporal, pero tarde o temprano la enfermedad volvería.
–No estoy hablando de él. Estoy hablando del Padre Bernard.
–¿Qué hay con él?
–Se presentó en mi tienda. Intentó convencerme que me una a él para cumplir con su tarea.
–¿De qué tarea está hablando?
–Dijo que todo el mal del pueblo es a causa de Jonathan Jakov. Intentó convencerme de que lo ayudara a matarlo.
Inmediatamente Javier comprendió que aquel hombre de negro que había atacado en el hospital aquella noche era el sacerdote. Su sorpresa fue enorme. Jamás hubiera siquiera sospechado que aquel amable joven, quien apenas podía hablar en español, pudiera asesinar a sangre fría a una niña indefensa postrada en una cama de hospital.
–Eso no es lo peor. –Continuó el señor Lazarte. –Él no se encontraba solo. Al parecer pudo convencer a varios que lo apoyasen en esta locura. La gente tiene miedo, y si un cura aparece diciendo que es culpa del demonio y que ese demonio se encuentra dentro de un muchacho, muchos se convencerán buscando salvarse. ¡Debes llamar al comisario ahora!
Completamente preocupado por lo que pudiera sucederle a su amigo Javier salió corriendo de la comisaría. Se subió al patrullero.
–¡Jefe responda! –Llamaba con insistencia por la radio, pero no hubo respuesta.
El señor Lazarte observaba desde la puerta de la estación de policía como el patrullero se alejaba.
–¿Qué está sucediendo en este condenado pueblo? –Se preguntó al mirar la inmensa luna que ya se mostraba por completo en el anaranjado cielo del atardecer.
Javier se dirigía hacia la casa de los Jakov. Al pasar frente a la vieja iglesia del pueblo, miró hacia la enorme cruz posada arriba del campanario. Cuando se disponía a hacer la señal de la cruz intentando obtener la protección divina, recordó algo. Tom le había dicho esa mañana que iría a la iglesia. Desde ese momento no lo había vuelto a ver, lo cual resultaba demasiado extraño, ya que el Jefe prácticamente vivía en el trabajo.
El agente detuvo la camioneta y condujo en reversa. Al estar frente a las puertas de la iglesia, las observó por un momento. Temiendo que Tom haya sido víctima de aquel sacerdote, cargó su arma y bajó del vehículo.
Intentó abrir las enormes puertas, pero estas estaban cerradas.