Presagio De Muerte

PARTE XXIII

06 de diciembre de 1999

14:00 hs.

–¡Franco! ¡Franco! –Llamaban inútilmente en el sofocante calor y humedad de la selva. Jonathan, Javier y Fernando habían pasado toda la mañana buscando sin éxito al pequeño. La desolación y la angustia comenzaban a hacer mella en la deteriorada salud de Jonathan.

–¿Te encuentras bien? –Pregunta Javier al ver la palidez en el rostro de su amigo.

–No te preocupes. Solo debemos encontrar a mi hermano. No importa lo que suceda conmigo.

La búsqueda no era sencilla. La selva se extendía más allá del pueblo, desde el límite con el cementerio a varios kilómetros hasta toparse con las turbulentas aguas del Río. En los lados del pueblo, se extendían decenas de hectáreas de cultivos que finalizaban nuevamente en los límites de la selva que envolvía al pueblo por completo. La única forma de salir del pueblo era a través del puente sobre el arroyo San Antonio que separaba la región convirtiéndola en una enorme isla.

Los llamados se sucedieron uno tras otro incansables, pero no había ningún rastro.

–No te preocupes Jonathan. Lo encontraremos. Después de todo es tu hermano. Al igual que lo hiciste tú hace mucho tiempo, volverá. –Intentó tranquilizarlo Javier.

–Por cierto. ¿Recuerdan algo de cuándo desaparecí? ¿Recuerdan si les dije algo?

Ambos negaron con la cabeza.

2

En aquella lejana noche, perdida en los laberintos del tiempo, el sonido del chirriar de la tapa del viejo horno abriéndose en la cocina indicaba que la cena ya estaba lista. Mientras Elisabeth terminaba de colocar los platos y poner en la mesa el suculento pollo asado con papas al horno que con tanta dedicación había preparado para su familia, Juan acomodaba al pequeño Franco en su silla. Ya estaban listos para cenar, pero algo faltaba, su hijo no había regresado.

El viejo reloj de plástico colocado en la pared como si se tratara de una reliquia invaluable, indicaba que ya eran más de las diez de la noche. Era extremadamente tarde.

–¿Dónde se habrá metido este muchacho! – se quejaba Juan mientras golpeaba la mesa con su puño.

Elisabeth miraba con preocupación a través del ventanal esperando verlo acercar por el polvoriento camino. –Él se fue junto a Fernando y Javier. Quizá se les hizo tarde, estaban trabajando en un proyecto escolar. –le explica a su cada vez más molesto esposo.

De pronto unos insistentes golpes en la puerta alertan a la madre que se apresura a ver quién es. Al abrir se encuentra con los aterrados amigos de su hijo.

–Sé que Jonathan se fue con nosotros esta tarde, pero ¿por casualidad no ha regresó ya? – pregunta incómodamente Javier.

La madre asustada les reclama. –¿Qué le pasó a mi hijo? Díganme.

Al escuchar los gritos de su esposa, Juan se acerca a la puerta y pregunta enojado. –¿Pero que está sucediendo aquí?

–Señor Jakov, su hijo se nos perdió. –Le dice Javier mientras Fernando permanece callado con la vista clavada en el suelo, no podía ver a los padres afligidos padres a los ojos.

–¡Maldita sea! – Brama el Juan. –¿Dónde se ha perdido?

–Estábamos en las ruinas tras el cementerio. De un momento a otro ya no lo vimos. Pensamos que se asustó y vino a su casa. –Le respondió Javier asustado por la reacción de Juan.

–¡Mi hijo está perdió solo en medio de la selva de noche! – gritó desesperada Elisabeth –¡Vamos a buscarlo Juan!

Juan se dirige presuroso a su pequeño depósito de paredes de maderas malgastadas y techo de oxidadas chapas ubicado detrás de la casa. Busca su potente linterna y un gran machete y vuelve corriendo. –¡Tu quédate con el pequeño Elisabeth! Y avisa a la policía que nuestro hijo este perdido y también a los padres de estos mocosos. ¡Hazlo por favor!

La mujer asiente con la preocupación pintada en su rostro y observa como su marido junto a los dos muchachos se dirigen en su vieja camioneta Ford F100 hacia las ruinas, mientras la inmensa luna llena iluminaba el cielo de aquella calurosa noche.

Con gran dificultad, azotados por las ramas y la espesa vegetación en la oscuridad casi impenetrable de la selva donde las copas de los arboles tapaban la entrada de hasta la más tenue luz, el señor Jakov, Javier y Fernando llegan hasta la entrada de las ruinas. –¡Jonathan! ¡Jonathan! ¿Dónde estás? – gritan con desesperación iluminando las viejas paredes de piedra sin poder encontrar al pequeño perdido.

–¡Mira Javier, el cráneo ya no está! El circulo tampoco. ¡No hay nada! ¡Alguien se llevó todo! –le dice Fernando a su amigo señalando detrás del gran altar de piedra. En efecto, no había nada, ni el más pequeño rastro de aquella tétrica escena.

–¿Que están diciendo? –pregunta sorprendido el señor Jakov.

–Hoy encontramos un circulo hecho con velas. Y había un cráneo lleno de sangre y otras cosas. Parecía algún ritual satánico. Pero ahora ya no hay nada. Luego de encontrar eso es que perdimos a Jonathan. –le explica Javier rascándose la cabeza intentando comprender que estaba ocurriendo allí.

Continúan buscando durante horas sin éxito. La preocupación va en aumento a medida que el tiempo transcurre implacable. Juan se siente cada vez más desesperado. A lo largo de su vida siempre se había mostrado como un hombre duro, estricto, algunos lo describían como una persona fría, incapaz de demostrar afecto, pero en ese momento algo cambió, un nudo parecía estrangularle la garganta, las lágrimas brillaban bajo la cada vez más tenue luz de su linterna, el realmente amaba a su hijo y se arrepentía de haber sido tan duro con él todos estos años. Aunque tan solo habían transcurrido unas horas desde que desapareció, para Juan era una eternidad. Su pequeño estaba solo, en la oscuridad de la noche, perdido en medio de la selva.




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