Presagio De Muerte

Parte XXVI

1

06 de diciembre de 1999

19:00 hs.

El sol se iba ocultando tras las lejanas colinas perdidas en la lejanía. Su luz, cada vez más tenue proyectaba la sombra de la casa de los Stevenson alargándola sobre el césped. En el cielo la luna apenas era visible en un tono gris apagado, todavía no emitía su brillo blanquecino, todavía no ejercía su siniestra influencia a las criaturas que acechaban en la oscuridad de la noche.

Desde la ventana del antiguo cuarto de sus hermanas, Gastón Stevenson observaba como su padre se alejaba. Tiraba su escopeta en el asiento del acompañante de su vieja camioneta y partía hacia el pueblo. Su mirada estaba llena de algo muy peligroso, la ira que sentía hacia los asesinos de sus pequeñas lo había superado. Ya no razonaba. En su mente solo estaba la idea de matar y esta noche el obtendría lo que buscaba o encontraría la muerte. Esta sería la noche definitiva.

Gastón quedó observando como la camioneta se alejaba. –Lo siento papá. –Susurró al viento.

Se dirigió a la sala. Los cuadros de su familia colgaban en las paredes. Allí estaban sus hermanas, abrazadas junto a él y sus padres. Allí estaban todos sonrientes. Los recuerdos de aquellos días parecían lejanos, como los de una vieja película que uno había mirado cuando era niño, pero no lograba recordar de que se trataba.

La casa estaba invadida por un silencio sepulcral, solo interrumpido por los sollozos de su madre, acostada en su cuarto, mirando hacia el techo sujetando una cruz entre sus manos. Un tenue rastro de tristeza hizo que Gastón derramara una lagrima. Lamentaba demasiado lo que iba a ocurrir. Aquel inevitable acto de maldad que iba a perpetrar, pero su amo lo ordenaba. Por las noches susurraba a sus oídos siniestras ordenes que él debía obedecer. No podía evitarlo. Por más que quisiera. No podía...

La primera noche que lo escuchó, era una noche tranquila como lo eran la mayoría de las noches en San Antonio. Era la noche del 6 de noviembre, apenas dos días antes del ataque a sus hermanas. Aquella noche regresaba con el último autobús desde la ciudad. Completamente aislado, con solo una estrecha e irregular carretera que conducía hasta él, San Antonio, solamente tenía dos servicios de autobuses hasta la ciudad, uno que entraba muy temprano a la mañana y otro muy tarde por la noche. Eran casi la medianoche, cuando el autobús atravesaba la oscuridad de la carretera bordeaba por las altas sombras de los árboles que se elevaban a sus costados como gigantescos guardianes, Gastón miraba por la ventanilla. En lo alto veía la luna brillando implacable. La imagen era hermosa, una de esas imágenes que su ajetreada vida de abogado no le permitía apreciar. Había viajado temprano por la mañana, prefiriendo ir en autobús en lugar de ir en su viejo auto, de esa manera podría descansar durante el viaje. Luego de pasar todo un día, llevando papeles importantes a los Juzgados y Fiscalías que se emplazaban en la populosa capital, había terminado exhausto, por lo que durmió casi todo el camino. Al despertar, con su rostro apoyado en el frio vidrio de la ventanilla, lo primero que vio fue la luna. Jamás se había detenido a admirarla, pero aquella noche le resultaba inevitable. Lucía majestuosa, iluminando el cielo despejado de aquella calurosa noche de noviembre.

Cuando el autobús finalmente se detuvo en la última parada, bordeando la plaza principal, justo frente a la iglesia de San Antonio, Gastón descendió torpemente, todavía adormilado luego de una agotadora jornada. Comenzó su lento caminar hasta su hermosa casa, ubicada sobre la calle "El Quebracho", una de las pocas calles empedradas que se desprendían de donde finalizaba la avenida principal. Mientras caminaba se imaginaba los alegres rostros de su esposa y de su hija esperándolo ansiosas, quizás con la cena todavía sobre la mesa. La vida era maravillosa para él, con una familia que lo adoraba y un trabajo que le daba cierto prestigio, sobre todo en los pasillos de los palacios de justicia allá en la capital. Recordaba como su padre, a pesar de ser un granjero como lo eran la mayoría de los viejos cascarrabias del pueblo, siempre lo había alentado a superarse, a que estudiara, en fin, a que no fuera como él, un inculto agricultor.

Comenzó a caminar por las desiertas calles del pueblo. A esa hora, ningún alma se asomaba por fuera de sus casas, no había nada para hacer en un pueblo como ese, solamente cenar y acostarse a dormir. No había clubes nocturnos, y el único bar del pueblo, el bar de los Aguirre, cerraba sus puertas indefectiblemente a las diez.

Gastón caminaba rápidamente silbando una alegre melodía. Una mezcla de sensaciones lo invadió en ese momento, en primer lugar, el cansancio y el sueño, por otro lado, la ansiedad de ver a su familia, pero también, en la soledad de la noche sintió algo más. La pavorosa sensación de que alguien lo observaba lo invadió. Sentía la fuerza de una mirada oculta entre los árboles que cubrían las agrietadas veredas de la avenida principal. Sintió esa mirada desconocida en su cuello y una fría sensación le recorrió el cuerpo poniéndole la carne de gallina. Sin darse cuenta, su cuerpo se había erizado por completo. Allí, en la oscuridad de la noche Gastón sintió la sombría sensación del miedo.

Alarmado volteó a mirar, pero sus ojos no pudieron ver a su acechador. Aceleró el paso. Intentó pensar que estaba solo en su cabeza, después de todo, cualquiera tendría miedo de deambular a media noche en el desolado San Antonio. Arriba, la luna iluminaba la escena como un gigantesco farol. El crujir de hojas a sus espaldas le hizo darse cuenta que no era su imaginación. Alguien estaba tras sus pasos.




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