1
06 de diciembre de 1999
20:15 hs.
La noche apenas comenzaba. Aquella noche de terror cambiaría para siempre la vida del pequeño pueblo. El miedo estremecía los corazones de los habitantes aún más que la tempestad que se desataba sobre ellos. Muchos permanecían en sus casas, asegurando sus puertas desde el momento mismo que el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte. Pero muchos otros no lo hicieron, otros prefirieron escuchar las palabras del Padre Scheidemann y acudir a la iglesia.
Mientras se dirigía a la comisaría, al dar la vuelta por la calle frente a la plaza principal, Javier López quedó sorprendido. Piso el freno de su vehículo y se detuvo. La lluvia caía con una endiablada intensidad, sin embargo, un gran número de personas se encontraban en la iglesia. Algunos dentro de ella, pero la gran mayoría estaban fuera, completamente empapadas. La promesa de la seguridad que brindaba la iglesia ante el mal que los acechaba los impulsó a presentarse con la intención de acabar a la bestia de una vez por todas. Las personas comenzaban a correrse abriendo un camino entre ellas cuando el viejo sacerdote salió del templo. Todos lo miraban admirados, como si en aquel hombre de avanzada edad que había vuelto de una enfermedad incurable estuviera la salvación. Los relámpagos iluminaban el cielo entristecido de diciembre, pero a las personas parecía no importarles, estaban allí, observando a aquel hombre como si estuvieran hipnotizados.
Javier encendió el automóvil y se dirigió a la comisaria. La extraña sensación de que aquella noche una tragedia devastadora se desataría sobre el pueblo la atravesaba la garganta. Viendo a ese grupo de personas convertidas en fanáticos religiosos le hizo preguntarse si su amigo estaría bien.
Cuando llegó a la comisaria, vio al Comisario Peterson, parado en la galería frente a la entrada de la guardia, fumaba un cigarro con la mirada perdida hacia la nada. La lluvia le empapaba las botas y el pantalón pero a él parecía no importarle. Su rostro reflejaba cansancio, pero sobre todo reflejaba la incertidumbre. No sabía qué hacer. Su pueblo estaba sufriendo y él estaba allí fumando sin tener una solución y eso lo desolaba.
Javier bajó del auto y corrió unos pocos metros hasta la seguridad del techo pero sin poder evitar empaparse por completo. Era una noche realmente horrible.
–Jefe. ¿Se encuentra bien? –Le preguntó al pararse junto a él y que este solamente siguiera fumando perdido en sus pensamientos, como si estuviera absolutamente solo.
Tom asintió con la cabeza. Estaba demasiado cansado, demasiado agobiado siquiera para contestar.
–Jefe. –Prosiguió Javier. –Creo que algo está pasando en la iglesia. Hay demasiadas personas. Esto puede terminar mal. O la bestia las asesinas o ellos terminarán asesinando a alguien.
–Lo sé. –Se limitó a contestar Tom.
– ¿No haremos nada?
–No podemos hacer nada Javier. Aquel sacerdote está loco y las personas lo siguen ciegamente. La única forma que tenemos es matar a la bestia. Solo así se terminará esta locura. Y esta noche no hay luna. No creo que aparezca.
Javier asintió. El cielo estaba completamente negro, interrumpido por las formas irregulares de los rayos que se extendían como raíces entre las oscuras nubes. El viento soplaba cada vez con mayor intensidad y la lluvia caía de manera constante.
El radio colgado del cinturón de López comenzó a emitir sonidos de estática y una tenue voz que apenas alcanzaba a oírse. –Repita por favor. Hay interferencia. –Dijo Javier por la radio intentando hacerse oír.
–Se escucharon...disparos...Stevenson. –Alcanzó a oírse la voz de Fernando.
–Fernando ¿puedes repetirlo?
–Creo que algo sucedió en la casa de los Stevenson. Se escucharon varios disparos hace unos minutos. –Finalmente pudo oírse con la claridad suficiente.
Tom y Javier se miraron por un segundo. –Vega. Prepárate. Debemos irnos. –Le ordenó al sargento, mientras él y Javier se dirigían al móvil policial. Los rayos continuaban cayendo de manera endiablada, como si los dioses dejaran caer su furia sobre esta tierra maldita.
Los demás agentes permanecieron en la comisaria, mirando por la ventana como su jefe, el sargento y López se alejaban y el patrullero se perdía por las anegadas calles del pueblo.
Desde el fondo de su celda, el joven sacerdote dejó de orar de manera repentina.
–Ha llegado el momento. –Susurró en vos baja. –Esta noche el mal se agitará sobre estas tierras.
2
–Despierta Franco. –Repetía muy despacio Pablo mientras tocaba ligeramente el hombro de su amigo que se encontraba dormido. Intentaba con mucho cuidado despertarlo temiendo que se abalanzase sobre él convertido en una bestia horrorosa y lo desgarrara en pedazos. Desde lo alto del entrepiso había observado como Franco pasaba de ser un enorme lobo a solamente un niño cuando la tormenta se desató. Aunque Pablo estaba seguro de que eso sucedería, todavía tenía sus dudas sobre cómo reaccionaría su amigo, pensaba que quizás su mente seguiría siendo la de un lobo y lo atacaría.
–Franco. Despierta. –Continuó sin resultado. Afuera la tormenta golpeaba con furia. El agua goteaba desde los techos de chapa oxidada y perforada. El viento silbaba entre los espacios entre las maderas de las viejas paredes. Pero, apenas audible entre los aterradores bramidos de la tempestad, pudo escuchar otro sonido. Parecía ser un lejano y angustiado lamento.