Soy uno de los tan temidos, pero también de los más frecuentemente cometidos, Siete Pecados Capitales.
La soberbia... una palabra que muchos asocian con el orgullo o la arrogancia, pero soy mucho más que un simple término. Represento la convicción de que alguien es superior a los demás, la raíz de innumerables pensamientos y acciones que, consciente o inconscientemente, giran en torno a mí. Soy la idea que envenena, el sentimiento que arde en lo más profundo de tu ser, incluso cuando intentas ignorarlo.
Puedo permanecer oculta, camuflándome entre las grietas de tu mente, aguardando pacientemente el momento justo para emerger. Y cuando lo hago, no hay lugar donde esconderse. Aparezco en el ámbito personal, en las decisiones más íntimas, y, a menudo, sin que siquiera te des cuenta, domino tu entorno.
Referirse a mí como un simple sentimiento o impulso sería un insulto a mi verdadero poder. Mi influencia no tiene límites, y el control que puedo ejercer sobre cualquier ser vivo es tanto ineludible como incalculable. No hay nada que se compare conmigo. Bajo mi influencia, incluso los más fuertes sucumben; nadie puede resistir mi toque por mucho tiempo sin que estalle en su interior, arrasando con todo a su paso.
La soberbia no entiende de barreras. Mi dominio supera los niveles de la consciencia y predomina en la especie humana, quienes no solo son los mejores receptores de mi esencia, sino también los más creativos al devolverla al mundo. Sin embargo, mi poder no se limita únicamente a ellos. Mi influencia puede extenderse a cualquier ser vivo, animales, e incluso plantas. Después de todo, ¿no están también vivos?
A lo largo de la historia, los mortales han intentado definir lo indefinible, dándome nombres y formas en un vano intento de comprenderme. Debo admitir que, en su limitada creatividad, han acertado algunas veces, aunque nunca llegan a captar mi verdadera naturaleza. Sus conclusiones son vacías, y sus mentes, tan efímeras y patéticas, no pueden abarcar lo que realmente soy.
Entonces, dime, ¿qué soy?
¿Un animal? ¿Una persona? ¿Un objeto?
No. Esas definiciones son demasiado pequeñas, demasiado mundanas para contenerme.
¿Un impulso? ¿Un sentimiento? ¿Una enfermedad?
Tampoco. Soy mucho más que eso.
Soy la raíz de toda arrogancia, la chispa que enciende guerras, el veneno que contamina corazones. Soy el pecado que nadie quiere admitir, pero que todos practican, consciente o inconscientemente.
Soy la Soberbia.
En mis propias palabras, podría definirme como muchas cosas, pero en este momento solo me considero una:
Influencia.
No obstante, existe un término mucho más adecuado cuando se trata de describirme, aunque no todos están capacitados para comprenderlo. Los humanos, en su limitada percepción, necesitan que todo se les explique con paciencia, desmenuzado para que sus mentes puedan asimilarlo. Por ello, simplificaré mi identidad para ellos:
Soy un demonio.
La soberbia, al igual que todos los pecados, no nace: se hace. Es como un recién nacido que comienza débil y dependiente, pero que con el tiempo crece, se reproduce y se fortalece, incluso después de que el recipiente mortal que la albergó haya dejado de existir.
Habito en un lugar profundo, un espacio que no se encuentra ni en el cerebro ni en el corazón, sino en el delicado puente entre ambos. Todos los seres vivos poseen soberbia, incluso los más inofensivos, como las plantas. Algunas se alzan orgullosas por encima de las demás, exhibiendo su aroma embriagador, su insuperable belleza, y esa capacidad natural de atraer las miradas de quienes disfrutan del privilegio de los sentidos.
No me obsesiono con ningún ser en particular, pero debo admitirlo: los humanos son mis favoritos. Son fascinantes en su complejidad, en la manera en que se imponen sobre los demás, impulsados por la soberbia que yace latente en su interior.
El orgullo, un sinónimo que muchos asocian conmigo, resulta interesante porque, aunque se asemeja, guarda sus diferencias. Mi influencia, sin embargo, es única. Es peligrosa, sí, pero necesaria. Imaginar un mundo sin soberbia sería imaginar un mundo estancado. Todo se mueve gracias a mí. Las grandes entidades que moldean el destino del planeta, las personas con poder e impacto mundial, todas ellas se rigen por mi influencia.
Y ese es mi propósito: hacer que esas personas alimenten su soberbia, que la dejen crecer descontrolada.
¿Por qué?
Es sencillo. La soberbia me alimenta. Me da fuerza, satisfacción, y, lo más importante, poder.
Lo que más me deleita es observar el desarrollo de alguien cuyo potencial de soberbia apenas comienza a brotar. Me maravilla ser testigo del primer signo de mi influencia y del último. Los humanos ven los finales como algo trágico, pero yo no soy humano. Para mí, los finales son arte puro, especialmente cuando son el clímax de una vida moldeada y consumida por mi presencia.
Hay algo impagable en contemplar cómo, incluso al borde de la ruina, un alma aferrada a la soberbia sigue transmitiendo mi influencia sin que yo tenga que intervenir directamente. Mi voz, aunque silenciosa al principio, se intensifica con cada acto de arrogancia, con cada momento de orgullo desbordado.
Nadie ha logrado erradicarme por completo. Pueden creer que me han encerrado, que me han silenciado, pero siempre permanezco ahí, latente, aguardando. No puedo morir, no puedo desaparecer. Solo puedo ser reprimido, enjaulado temporalmente hasta que el momento adecuado me permita emerger nuevamente.
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Editado: 18.01.2025