27 de noviembre de 1997.
El nacimiento de Phoenix Ashford fue meticulosamente planeado por sus padres: Sara y Johnny Ashford.
Su historia de amor, si es que alguna vez existió, no es especialmente memorable. Sara era una joven de clase media cuya suerte la llevó a estar en el lugar, el momento y el día correctos. Así fue como logró captar la atención de Johnny, un hombre con los recursos necesarios para vivir cómodamente sin tener que trabajar más de lo estrictamente necesario.
¿Fue amor lo que los unió?
Tal vez sí, tal vez no. Pero, para ser sinceros, eso es irrelevante. Lo único verdaderamente destacable de esta unión es el producto final: su primer y único hijo, Phoenix Ashford.
Su nombre y existencia son, en esencia, fruto de mi creatividad. Phoenix no nació con dones extraordinarios, al menos no si excluimos la posición económica de su padre. Sin embargo, su vida, de no ser por mi influencia, habría sido tan común dentro de sus privilegios como la de cualquier otro niño de su estatus.
El que yo, una entidad más allá de lo humano, decidiera ocupar un espacio, aunque diminuto, en su conciencia es un honor al que muchos aspiran, pero que pocos reciben. Elegí a Phoenix, y solo a él, como objeto de mi atención.
Lo fascinante de observarlos desde el momento de su nacimiento es el control que puedo ejercer desde el principio. Puedo moldear lo más banal: su nombre, sus relaciones, su desarrollo social y, sobre todo, su mente. Claro, podría adoptar una forma humana y relacionarme indirectamente con él, influir desde las sombras para cumplir mis objetivos. Pero esa es una opción que ni siquiera necesito considerar; no suelo recurrir a últimos recursos.
Phoenix nació siendo amado. Su madre, criada en una familia respetable, lo adoraba con ternura, mientras que su padre, aunque un hombre tosco, demostró su afecto principalmente a través de la comodidad económica que aseguraba para su familia, lo que para muchos humanos constituye una expresión de amor.
Los primeros cinco años de Phoenix fueron plácidos. Nunca sufrió heridas graves ni tuvo que preocuparse por necesidades básicas como comida, techo o familia. Su infancia estaba llena de juegos, curiosidad y la libertad de soñar en los días venideros. Sus mayores inquietudes eran qué juegos probar, qué aventuras vivir y qué delicias saborear. Envidiable, ¿verdad?
A lo largo de su primera década, su mundo fue tan tranquilo como prometedor. Sin embargo, con el inicio de su educación formal, las cosas comenzaron a cambiar. Ahora debía interactuar con otros niños, enfrentarse a las primeras complejidades de la vida en sociedad.
La escuela, por supuesto, estaba a la altura de su estatus: exclusiva, refinada y llena de compañeros tan privilegiados como él. Sin embargo, Phoenix destacaba. Su personalidad tranquila, casi enigmática, deslumbraba a quienes lo conocían. Incluso quienes solo oían su nombre quedaban intrigados por la calma y madurez que irradiaba.
A los diecisiete años, Phoenix Ashford era el epicentro de su círculo social. Había demostrado, en tiempo récord, que era superior a los demás. Sobresalía en deportes, arte y conocimientos básicos, acumulando logros con una facilidad que solo él podía explicar. Su madre no cesaba de alabarlo, presumiendo de su perfección ante amigos y familiares, lo que generaba envidia en unos y admiración en otros.
Phoenix no se limitaba a brillar; imponía su luz con autoridad. Se proclamó el mejor, y aunque al principio su entorno lo cuestionó, los hechos hablaron por él. Era evidente: estaba muy por encima del resto. Con el tiempo, incluso sus detractores comenzaron a asumir su grandeza, como si su superioridad fuera una ley natural.
Sus padres, por supuesto, no podían estar más orgullosos. Para ellos, su hijo no era solo un joven talentoso; era la perfección hecha carne. Su casa estaba repleta de trofeos, medallas y reconocimientos, cada uno un testimonio tangible de su brillantez. Pero el éxito no venía sin controversia. Su nombre estaba en boca de todos, tanto para elogiarlo como para criticarlo, aunque las verdaderas sombras de su carácter aún no se habían revelado.
En la mente de Phoenix, todos eran inferiores. Quienes lo elogiaban eran inferiores. Quienes lo ignoraban eran inferiores. Incluso aquellos que lo envidiaban seguían siendo, a su juicio, insignificantes.
A los diecinueve años, su arrogancia había echado raíces tan profundas que ya no requería de mi influencia directa. Mi labor había sido mínima; su soberbia, mi pecado primordial, se había convertido en el núcleo de su ser. Controlada, refinada y manipulada por mí, esa soberbia era ahora su brújula, su propósito. Y, lo más inquietante, nadie parecía advertir el monstruo en el que se estaba transformando.
Sus padres seguían idolatrándolo. Sus amigos, cegados por la admiración o el miedo, no osaban contradecirlo. Incluso su pareja, quien quizá era la única que entendía el peligro que representaba, permanecía en silencio, atrapada en un complejo de inferioridad que le impedía confrontarlo.
El niño inocente que un día jugaba y soñaba se había desvanecido. En su lugar, emergía un ser construido de pura arrogancia. Su mente, cada vez más consciente de su poder, se volvía una amenaza latente, una bomba de tiempo disfrazada de perfección.
Y ahora, desde este punto de vista privilegiado, no puedo evitar sentir entusiasmo. Observar cómo su vida, erigida sobre cimientos de vanidad y ego, comienza a tambalearse será un espectáculo fascinante. Porque en la patética sociedad humana, donde todo tiene un límite, Phoenix Ashford es una excepción. Su arrogancia está destinada a romper cada uno de esos límites, y yo, su arquitecto en las sombras, no pienso perderme ni un solo instante de su inevitable descenso.
#470 en Fantasía
#321 en Personajes sobrenaturales
#809 en Otros
#166 en Relatos cortos
Editado: 18.01.2025