La música resonaba en sus oídos, su cuerpo se movía por sí solo, sus manos acariciaban su propio rostro con gracia y delicadeza, la luz lo seguía, el mundo era un manto negro, solo estaba él acompañado de un piano melancólico; cae al piso, su expresión es triste, se mira, el color de sus ropas son negras y ceñidas al cuerpo. Suspira, mira una vez más hacia esa eterna oscuridad y cierra sus ojos para ya nunca volver abrir.
La luz se apodera de aquel teatro vacío y el joven que yacía sobre el escenario abrió los ojos tratando acostumbrarse a la luminosidad del teatro, por ello parpadeo muchas veces mientras volvía a ponerse de pie, varias personas comenzaron acercarse aplaudiendo con gran admiración. Manuel, nombre al que respondía el muchacho que acomodaba sus cabellos luego de estar en el suelo, había dado otra increíble interpretación, hasta sentían lástima de que solo fuera un ensayo más de tantos, falta mucho para que una multitud pudiera deleitarse con aquel talento ajeno.
—Weón, eri la raja. —le felicitó su único amigo de verdad, Marcelo, un joven de su edad muy hiperactivo y de gracioso cabello de dos colores, rubio y castaño.
—No, aún falta, suerte que aún tengo dos meses para ensayar. —dijo antes de tomar un poco de agua mineral que le habían acercado unas muchachas.
—No, weón, ya lo haces perfecto. Tienes que descansar ahora, y yo me voy encargar de eso. —decía con aires de buen amigo, pero el castaño de ojos miel alzó una ceja, no le creía ni una sola palabra, algo se traía entre manos, estaba seguro.
—Vamos, ¿qué encontraste ahora? —cuestionó de brazos cruzados.
— ¿Qué encontré? —repitió en una muy mal fingida sorpresa. — ¿Qué estás insinuando? ¿Insinúas que tu descanso es una excusa para que vayamos hasta la Patagonia argentina donde hablan de que cosas raras andan pasando por la noche? ¡Me ofendes pensando así de mí!
Manuel revoleó sus ojos negando ligeramente, resopló su flequillo, cual no se movió al estar pegando a su frente debido al sudor de la interpretación que recién había realizado. El director del ballet se acercó para marcarle algunas cosas que podría cambiar para darle más impacto a su solo, ya que no había errores en sus pasos, pero el director no dejaba de sentir que el castaño no terminaba de meterse en la piel de su personaje, cual era un muchacho que no puede estar con el amor de su vida por razones superiores a ellos que no se lo permitían.
Regresó a su departamento, frío y vacío, no tenía muchas cosas, no quería tenerlas tampoco, solo lo necesario para vivir, el espacio restante era el mejor lugar para continuar ensayando. Se estiró sobre la alfombra, sus piernas fuertes y torneadas se abrieron hasta que su pelvis tocó el suelo. Estiró sus brazos a cada lado, y luego comenzó a moverlos recordando en su cabeza la pieza invierno, de Vivaldi. Sus manos se volvieron las protagonistas, y de forma lenta se fue parando para dar unos cuantos saltos cargados de dramas de una punta a otra de la sala, giró con dolor y cayó con enojo, como si el amor se hubiera escapado de entre manos sin poder haber hecho nada por detenerlo. Frustración era todo lo que queda, la canción iba desapareciendo, estaba bailando al ritmo de sus pensamientos, unos que estaban cargados de palabras de desaliento hacia su persona.
Su pecho subía y bajaba con violencia, no tenía ni idea cuánto bailó en su sala, pero tal vez el hilo de sangre que se escapaba de su fosa nasal derecha le advertía de que había sido demasiado. Suspiró. ¿Cuántas veces suspiró ese día? Estaba cansado, demasiado para levantarse, demasiado para tomar un baño, demasiado para seguir viviendo.
—Mamá... ¿Por qué dejaste de bailar? —preguntó un pequeño niño de enormes ojos miel y brillantes hebras castañas.
—Por amor... —respondió con voz melodiosa y suave junto con una tenue sonrisa.
— ¿Lo extrañas? —agregó mirando a los bailarines con máscaras que parecían jugar mientras daban saltos increíbles juntos con giros que parecía que nunca iban a detenerse.
—Si... pero valió la pena, te tengo a ti. —volvió hablar en el mismo tono de voz, pero el niño no le creía, podía ver las lágrimas en los ojos de su madre que amenazaban por hacerse camino por sus pálidas mejillas.
—Mentirosa. —susurró con voz ronca al despertar.
El hip-hop en español de muy mala calidad hacía eco en el pequeño departamento de Marcelo, el castaño se masajeaba las sienes de la jaqueca que le generaba tan asquerosa música, pero no podía decir nada, peor dolor de cabeza tendría si su amigo de Valparaíso comenzaba a argumentar porque aquellos sonidos incoherentes eran arte callejero.