Primera Base , Primer Amor

Capítulo 19: Donde empieza el nosotros

Mateo regresó dos días antes de lo previsto. No avisó. Solo apareció. El vuelo había sido largo, las escalas tediosas, y el contrato —ahora doblado dentro de su mochila— lo acompañaba como un recordatorio constante de lo que estaba en juego. Pero lo que de verdad lo impulsó a volver antes fue una certeza: no quería tomar esa decisión sin ella.

El café estaba a punto de cerrar cuando llegó. Stacy, con el delantal atado a la cintura y el cabello en una trenza floja, levantó la mirada y se quedó congelada en la puerta. No esperaba verlo tan pronto. Ni con esa expresión: ni triste, ni feliz… sino cargada de algo más profundo. Algo que venía desde el corazón.

—¿Qué haces aquí? —susurró, dejando la taza que estaba lavando.

Mateo se acercó despacio, sin quitarle los ojos de encima. En su mano llevaba una pequeña caja de madera. No era de joyería. No era una propuesta formal. Era otra cosa.

—Tenía que verte —dijo él—. Pero no para despedirme. Ni para que me esperes. Quiero algo más contigo, Stacy.

Ella frunció el ceño, con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Qué quieres decir?

Mateo abrió la caja. Dentro, no había un anillo. Había una llave. Y una postal, una más, con letras escritas a mano.

“Esta es la llave de mi nueva casa en Toronto.
No vine a pedirte que lo dejes todo.
Vine a preguntarte si quieres construir algo conmigo.
A tu ritmo. A nuestra manera.
Pero juntos.”

Stacy lo miró en silencio por varios segundos. La garganta le ardía de emociones contenidas. No era una petición egoísta. No era una orden disfrazada de romanticismo. Era una invitación a crecer juntos.

—¿Y si no encajo allá? —preguntó, con un hilo de voz—. ¿Y si echo de menos esto, mis amigas, mi vida aquí?

Mateo le tomó las manos con fuerza, pero suavidad.

—Entonces hacemos que encajes. Creamos nuevos rituales. Buscamos cafés pequeños que huelan como este. Llevamos tus libros, tus tazas, tus fotos. Te prometo que no se trata de borrar lo que eres… sino de sumar lo que somos.

Ella se quebró. Lloró en silencio. No de tristeza, sino de alivio. Porque por fin alguien le pedía quedarse… sin pedirle que se anulara.

—¿Me prometes que no seré solo “la novia de Mateo Rivera”? —dijo, sonriendo entre lágrimas—. ¿Que seguiré siendo Stacy?

—Te lo juro. Seguirás siendo Stacy. Solo que ahora… en un nuevo capítulo. Conmigo. Como coautora.

Stacy asintió, temblando.

—Entonces sí.
Sí, Mateo. Me mudo contigo. Pero también me llevo conmigo misma.
Mis sueños. Mi voz. Mis miedos…
Y todo mi amor por ti.

Mateo la abrazó tan fuerte que pareció querer fundirse en ella. No hubo besos urgentes. Solo un silencio emocionado, cálido, como un hogar recién construido.

Esa noche, no hablaron mucho. Empacaron libros, hicieron una lista de cosas que llevarían, tomaron helado en pijama mientras veían un documental aburrido y se reían de cualquier cosa. Era simple, pero se sentía inmenso.

La decisión ya estaba tomada.
Y por primera vez… el futuro no daba miedo.

La emoción de la decisión convivía con un nudo en el estómago. Stacy no era de mudanzas, ni de cambios drásticos. Nunca había vivido fuera de su ciudad, y ahora iba camino a dejarlo todo por amor. Pero, por primera vez, sentía que no estaba renunciando a su vida: la estaba transformando.

Esa noche, mientras se acostaban en la cama del pequeño apartamento, Mateo la abrazó por la espalda y le susurró en el oído:

—¿Estás segura?

Stacy no respondió enseguida. Acarició su mano, se dio vuelta para mirarlo y le habló con suavidad:

—No estoy segura de nada en esta vida… excepto de cómo me haces sentir. Eso basta por ahora.

Los días siguientes fueron una mezcla de caos, cajas de cartón, y momentos inesperadamente emotivos. Julie lloró más que Stacy al enterarse. Cami la abrazó durante tanto tiempo que Mateo se sintió fuera de lugar. Las tres amigas se prometieron llamadas, visitas, y cartas aunque sabían que, en el fondo, todo cambiaría.

La abuela de Stacy le preparó una cena de despedida con sus platos favoritos y una caja llena de recetas escritas a mano. También le dio un consejo:

—Haz espacio para lo nuevo, pero no te olvides de quién eres, Stacy. Cambiar no significa perderse.

La noche antes de viajar, Stacy fue al café sola. Se sentó en la última mesa, con una taza de té entre las manos, y respiró el aire cálido del lugar. Tocó la madera gastada de la barra, observó los ventanales, las plantas, los cuadros, y el pequeño pizarrón con su letra. Todo olía a historia.

Mateo entró sin hacer ruido. La encontró mirando hacia el techo, perdida en sus recuerdos.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí… pero me duele despedirme. No sabía cuánto había echado raíces aquí hasta ahora.

Mateo se sentó a su lado y le tomó la mano.

—Entonces llévalo contigo. No este lugar, sino lo que significa para ti. Vamos a hacer uno nuevo allá, ¿sí?

Ella asintió, tragando con fuerza.

—Quiero poner un rincón para leer, con luces cálidas. Y muchas plantas —dijo, medio en broma.

—Y un mueblecito para tus imanes —añadió él—. Y para las postales que ahora… seré yo quien reciba.

Ambos rieron. Pero la emoción seguía latiendo bajo la superficie.

El día de la partida fue luminoso, pero lleno de nostalgia. El aeropuerto, con su bullicio y sus despedidas, se sintió como una despedida simbólica de su vida anterior. Stacy apretaba la mano de Mateo con más fuerza que nunca.

Mientras despegaban, ella miró por la ventanilla y vio cómo su ciudad se hacía cada vez más pequeña. No lloró. Solo sonrió con tristeza, como quien deja un capítulo atrás… sabiendo que lo que viene puede ser aún mejor.

Mateo la observó en silencio. Había amado muchas veces la vida. Pero solo con ella… sentía que por fin la estaba viviendo en serio.




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