Seis meses habían pasado desde aquel amanecer en el hospital. Alma había llegado como un rayo de luz para cambiarlo todo, y aún así, cada día traía una nueva forma de asombro.
La vida en el apartamento de Toronto se había transformado en una sinfonía de sonidos suaves: balbuceos de bebé, canciones infantiles, risas a media noche, y pasos ligeros sobre la madera. Alma ya se sentaba sola, y sus manitas exploraban cada textura como si fuera un universo.
Mateo solía despertarse primero. No por obligación, sino por amor. Disfrutaba preparar café mientras sostenía a Alma en un brazo, enseñándole cómo giraban los botones de la cafetera.
—Un día tú harás el desayuno —le decía con voz dulce—. Pero por ahora, solo quédate así. Pequeñita. Mía.
Stacy aparecía poco después, con el cabello suelto y ojos soñolientos, pero con esa mirada de madre enamorada que no se puede esconder. Le besaba la mejilla a Mateo, tomaba su taza, y luego buscaba a su hija como si fuera un imán.
—¿Y cómo durmió mi lunita? —preguntaba cada mañana, aun sabiendo la respuesta.
La habitación de Alma estaba decorada con detalles que contaban su historia: el león de peluche que Mateo le regaló, el cuadro con su nombre pintado por Stacy, y una repisa con libros que le leían todas las noches. Era un santuario de ternura.
Las amigas no se perdían ningún momento importante. Julie había creado una sección especial para Alma en su blog de maternidad emergente, mientras Cami ya estaba planeando el primer viaje de “tías y sobrina” para cuando tuviera un año.
—Va a ser una viajera como la mamá —decía Julie—. Aunque esperemos que no tenga el mismo sentido del humor de Mateo.
—Eso me dolió —reía él, con Alma en brazos.
A pesar de la calma, los proyectos seguían floreciendo.
La fundación de Stacy había recibido una oferta de alianza con una organización internacional de deportes inclusivos. Querían llevar su modelo a varios países de América Latina y el Caribe. Ella había sido invitada como oradora principal a un foro internacional en Panamá.
Mateo fue el primero en empujarla suavemente hacia el sí.
—No puedes dejar pasar esto. Esta niña necesita saber que su mamá es una fuerza del bien.
—¿Y tú? ¿Y Alma?
—Nosotros estaremos aquí, esperándote. Seremos tu base, no tu obstáculo.
Pero la idea de separarse por unos días aún le pesaba. Una noche, mientras Alma dormía entre ellos, Stacy confesó su miedo.
—No me reconozco lejos de ustedes. Aunque sea por poco tiempo.
Mateo la abrazó, cubriéndola con sus brazos grandes y su voz calma.
—Eso es el amor, Stacy. No tener que renunciar, sino aprender a soltar de a poquito. Ve. Vuela. Cuando vuelvas, Alma va a gatear y te irá a buscar.
Ella lloró en silencio, sabiendo que no era una despedida, sino un nuevo comienzo.
Antes de viajar, organizaron una pequeña merienda en el parque. Los amigos, la familia cercana, los vecinos que se habían vuelto parte de su historia. Todos vinieron con regalos, palabras de aliento, y una que otra lágrima escondida.
Mateo tomó la palabra al final.
—Cuando conocí a Stacy, pensé que era solo una chica con una sonrisa que me dejaba sin aire. Luego descubrí que era una mujer llena de ideas, fuego y ternura. Hoy… es la madre de mi hija y el corazón de nuestra casa. Y aunque la vamos a extrañar… también vamos a aplaudirla desde aquí.
Stacy se secó las lágrimas, tomó a Alma en brazos, y supo que estaba lista.
El aeropuerto fue una mezcla de abrazos apretados y miradas que decían más que las palabras. Mateo la besó con calma, como quien no dice adiós, sino “te espero”.
Alma, en brazos de su padre, agitó la mano de forma torpe, como si entendiera.
—Hasta pronto, mi amor —susurró Stacy, justo antes de cruzar el control.
Y al mirar atrás, vio a su pequeña familia sonriéndole entre la multitud, y comprendió que la distancia no se mide en kilómetros… sino en amor.