El trayecto en el auto transcurrió en un silencio tranquilo, cargado de anticipación. No era un silencio incómodo, sino uno que hablaba por sí solo. Mis dedos acariciaban suavemente la mano de Valery, disfrutando de su calidez y la suavidad de su piel. De vez en cuando, ella entrelazaba nuestros dedos o los apretaba levemente, como si quisiera asegurarse de que estuviera ahí. Miré de reojo su perfil, observando cómo la tenue luz del atardecer iluminaba su rostro con delicadeza.
Al llegar a la casa, estacioné y bajamos del auto. La brisa de la tarde trajo consigo el aroma fresco de las flores del jardín, mezclado con el sutil perfume de Valery, que me envolvió al instante.
—¿Y ahora? —preguntó, llevándose un mechón de cabello rubio detrás de la oreja.
Sonreí, encantado por la naturalidad de su gesto.
—Sígueme —dije, tomándola suavemente de la mano.
La guié alrededor de la casa, hasta llegar al jardín trasero.
Al doblar la esquina, el escenario se reveló ante nosotros. El enorme árbol de flores, con sus ramas extendidas y cubiertas de pequeñas luces cálidas, servía como el punto central de la escena. Debajo de él, una elegante mesa redonda estaba perfectamente dispuesta para dos. Sobre la mesa, un mantel de lino color marfil realzaba la delicada vajilla de porcelana blanca con bordes dorados. Pequeños candelabros con velas aromáticas desprendían un tenue resplandor, complementado por una hilera de luces colgantes que se mecían suavemente con el viento.
En el centro de la mesa, un florero de cristal contenía un ramo de flores silvestres en tonos pastel, escogidas cuidadosamente para la ocasión. A su alrededor, una variedad de platillos estaban dispuestos con precisión, desde pequeños aperitivos hasta una botella de vino reposando en un balde de hielo.
Sentí cómo Valery se detenía levemente, su respiración contenida mientras procesaba la escena ante ella.
Solté una risa baja al notar la mezcla de sorpresa y confusión en su rostro.
—¿Cuándo tuviste tiempo de hacer esto? —preguntó, alternando su mirada entre la mesa y yo.
—Toda la mañana —respondí con una sonrisa, acercándome para tirar suavemente de la silla y ofrecerle asiento—. Mi hermano me ayudó a arreglar todo.
Se sentó, aún con la mirada recorriendo el lugar, sus ojos brillando con una emoción difícil de descifrar.
—Pensé que me odiaba —murmuró, casi como un pensamiento en voz alta.
Suspiré con paciencia, sentándome frente a ella.
—No lo hace.
Frunció el ceño, dudosa.
—No te odia —repetí, buscando su mirada—. Solo que… no quiere que me hagan daño de nuevo.
Levantó la vista al escuchar la seriedad en mi tono, sus labios entreabriéndose apenas.
—Estuve en una relación que me dejó muy mal... —agregué en voz baja.
Su expresión cambió, pasando de la confusión a algo más cercano a la comprensión. Parecía debatirse entre preguntarme más o dejar el tema ahí.
No quería que esta noche girara en torno a viejas heridas, así que le sonreí con ligereza.
—Pero no es momento de hablar de eso.
Asintió lentamente, aunque su mirada seguía buscándome, como si quisiera leer más allá de mis palabras.
Entonces, su atención se desvió hacia otro punto del jardín.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia el rincón donde se encontraba la otra parte de la sorpresa.
Giré para ver el pequeño refugio que había preparado bajo el árbol. Desde una de las ramas, una manta blanca caía en forma de dosel, extendiéndose hasta formar una especie de tienda al aire libre. Dentro, una manta de lana suave cubría el césped, rodeada de cojines mullidos en tonos beige y azul celeste.
En el centro del espacio, una bandeja con fresas, chocolates y una segunda botella de vino aguardaba, lista para cuando decidiéramos relajarnos después de la cena. A su alrededor, frascos de cristal con velas flotantes daban un efecto cálido y acogedor, proyectando sombras danzantes en la tela del dosel.
—Es para que nos recostemos después de comer —expliqué, observando su reacción.
Valery miró el refugio por un momento, como si estuviera imaginando la escena en su mente. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa ligera.
—Me gusta —dijo simplemente.
Sus ojos volvieron a encontrar los míos, y en su mirada encontré algo que me hizo sentir que todo el esfuerzo había valido la pena.
Porque, más allá de la cena, de las luces y los detalles, lo único que realmente importaba era verla feliz.
Pasamos el resto de la tarde sumergidos en risas, caricias y besos que oscilaban entre lo juguetón y lo intenso. La conversación fluía sin esfuerzo, saltando de temas triviales a confesiones susurradas que parecían quedar atrapadas en la cálida brisa de la tarde. El sol comenzaba a teñir el cielo de tonos dorados y rosados cuando finalmente nos acomodamos en la pequeña carpa bajo el árbol.
Ella estaba recostada sobre mi pecho, dibujando suaves círculos en la palma de mi mano con la yema de sus dedos. Su respiración tranquila chocaba contra mi piel, y yo, enredando mis dedos en su cabello, dejaba caricias perezosas en su hombro descubierto.
Después de un rato en silencio, Valery levantó la cabeza y apoyó la barbilla en mi pecho, mirándome con una expresión que no supe descifrar de inmediato. Le sonreí, pero ella no me devolvió el gesto; en su mirada había algo diferente, una sombra que llevaba arrastrando desde que recibió aquel mensaje en su teléfono.
—¿Qué tienes, princesa? —pregunté al fin, manteniendo mi tono suave.
Ella negó con la cabeza, sin apartar la mirada de la mía, y en lugar de responder con palabras, simplemente cerró la distancia entre nuestros labios en un beso lento, casi ansioso. Me dejé llevar, correspondiendo con la misma intensidad. Deslicé la mano hasta la comisura de sus labios, pidiéndole paso, y ella me lo concedió sin titubeos.
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Editado: 16.05.2025