Llegué a la mansión y dejé la moto en la entrada, deteniéndome un momento para observar la imponente fachada de la casa. Cada rincón de ese lugar parecía estar diseñado para imponer respeto, pero en mi interior solo sentía una presión insoportable que me apretaba el pecho. Bajé de la moto y me dirigí hacia la puerta, sabiendo lo que debía hacer, pero sin poder evitar sentir el peso de las decisiones que se avecinaban. A veces, las elecciones no eran tan claras, y, sin embargo, sabía que ya no había vuelta atrás.
Entré al recibidor sin hacer ruido, y mis pasos resonaron levemente en el mármol. Busqué entre los hombres que patrullaban la mansión, hasta que vi a Bechet. Cuando me vio, sus ojos se suavizaron solo por un instante antes de que su rostro adoptara esa expresión impasible que tanto me molestaba y, al mismo tiempo, me tranquilizaba. Sabía que su calma no era por desdén, sino por su manera de mantener la compostura en medio del caos.
—¿Bechet? —lo llamé, mi voz sonando más tensa de lo que esperaba.
—Aquí —respondió, su tono grave y directo como siempre. Entró al lugar y, con un gesto imperioso, dijo—: Puedes irte, Max.
El moreno que había estado junto a él se dio la vuelta, sin decir nada, y salió de la habitación sin prisa, dejándonos a solas. El aire se volvió más denso, como si toda la habitación estuviera a la espera de algo que no podía evitarse.
Me miró directamente, y yo ya no pude soportarlo más. Sabía que Bechet tenía respuestas, y las necesitaba. Mi mente estaba tan llena de preguntas que no podía seguir ignorándolas.
—Son los hombres de ella —dijo, y la mención de ella hizo que una ola de furia recorriera mi cuerpo. La imagen de esa mujer me daba náuseas, aunque no la conociera completamente. Solo sabía que su presencia podría destruirlo todo. Mi cuerpo reaccionó, una tensión que crecía en mi pecho mientras escuchaba las palabras de Bechet.
Mis pensamientos eran un torbellino, pero intenté centrarme. No podía dejarme arrastrar por la emoción en este momento. Necesitaba respuestas, y Bechet era la única persona en la que podía confiar, aunque eso no significara que estuviera de acuerdo con todo lo que sugería.
—¿Cuántos? ¿Y por cuánto tiempo al día? —pregunté, de manera casi automática, pero mis manos estaban apretadas en puños, mi cuerpo entero estaba en tensión. Mi mente ya se estaba preparando para lo que viniera, pero no estaba lista para lo que Bechet iba a decir.
—Las veinticuatro horas —respondió Bechet sin vacilar, pero pude ver en su rostro que también estaba preocupado. No me dio tiempo a reaccionar. Continuó—: Y cada uno de ellos tiene dos hombres siguiéndolo. Cada cinco o seis horas, cambian de puesto.
Mis pensamientos estallaron como un fuego. La información golpeó mi mente con fuerza. ¿Veinticuatro horas? ¿Dos hombres por cada uno? No podía dejar que esa situación siguiera así. Mi corazón latía con furia, y sentí un nudo en el estómago. Esto no iba a ser suficiente. No puedo perderlo, no puedo dejar que eso ocurra.
—Mátenlos —dije de manera firme, pero la palabra salió con un tinte de desesperación. La solución era simple para mí, aunque no lo fuera para todos los demás. No quería que esos hombres siguieran rondando, no si eso significaba perder a Adeus. Pero cuando Bechet me miró con esa expresión seria, entendí que mi plan no era tan sencillo como lo había creído.
—¿Por qué? —preguntó, su voz grave, y aunque su tono no era agresivo, su mirada estaba llena de algo que no podía identificar en ese momento.
Era una mezcla de preocupación y... tal vez temor.
Negué con la cabeza, apretando la mandíbula con fuerza. La rabia se acumulaba dentro de mí, pero también había algo más, algo que me golpeaba con más fuerza: la impotencia. ¿Cómo podría hacer esto si no podía salvarlos a todos? ¿Cómo podría ser tan cruel para proteger a uno?
—Se darán cuenta de que los cuidas, y querrán matarlos antes que nosotros —dijo Bechet con calma, su lógica implacable. Sus palabras parecían tener sentido, pero al mismo tiempo, algo dentro de mí se rebelaba ante la idea de no hacer nada. —Además, se desataría una pelea entre nosotros... y eso es lo último que necesitamos.
La presión en mi pecho aumentó. No me gustaba admitirlo, pero él tenía razón. No podía arriesgar la vida de tantas personas por mi deseo de proteger a Adeus a toda costa. Y, sin embargo, eso no significaba que estuviera dispuesta a rendirme. Era mi responsabilidad, mi promesa, mi voto a él.
—Lo sé, pero... no quiero que muera —dije, esta vez con voz quebrada. Mis ojos picaban, y la angustia que sentía me estaba aplastando. Había vivido tantas vidas, había enfrentado tanto, pero aquí estaba, por primera vez completamente vulnerable. El solo pensar en perderlo era como si una parte de mí misma fuera arrancada. Las lágrimas, aquellas que había retenido durante estás últimas dos semanas, comenzaron a amenazar con salir.
No quería llorar, no frente a Bechet. No quería mostrar esa debilidad, pero me era imposible controlarme. La visión de Adeus, su rostro tan sereno, tan lleno de vida... No podía perderlo.
—No quiero perderlo... —repetí, y mi voz se quebró al pronunciar esas palabras. Una emoción que nunca había sentido antes me invadió por completo. El peso de mis propias palabras me aplastaba, y por primera vez en mucho tiempo, sentí el peso del miedo.
Bechet, al ver mi quebranto, se acercó a mí y me abrazó. Un abrazo cálido, firme, el tipo de abrazo que solo alguien como él podía ofrecerme. Sus brazos me rodearon con seguridad, y por un instante, sentí como si el mundo se calmara, aunque solo fuera por un momento. Me aferré a él, sin poder evitarlo. Nunca pensé que algo tan simple como un abrazo pudiera traerme tanta calma, pero lo hizo.
—No lo harás —dijo Bechet con suavidad, su voz baja y reconfortante. Me sostuvo con fuerza mientras mis lágrimas seguían cayendo, pero ya no importaba. —Yo no permitiré que algo le pase. No te había visto así, y eso me preocupa... Eres mi niña, y yo tampoco quiero perderte a ti. Pero supongo que ya tomaste una decisión, y lo salvarás, así sea a costa de la destrucción del mundo.
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Editado: 16.05.2025