Princesa De La Muerte

41 - Adeus

Llegamos a una mansión. Mi hermano había venido con un grupo de hombres desde antes, su presencia pesada y solemne, como un presagio de lo que estaba por ocurrir. Apenas crucé el umbral de la mansión, el cuerpo de mi princesa, ya sin vida, colgaba pesadamente en mis brazos. Los hombres que se encontraban allí, de pie y con semblantes graves, hicieron reverencias, inclinando la cabeza ante la tristeza que nos envolvía. Algunos murmuraron las palabras que él había dicho, mientras otros se cubrían el rostro con las manos, sollozando en silencio. Yo, sin embargo, no entendía nada de lo que sucedía.

La frase "God save the proom queen" seguía resonando en mi mente, pero no lograba comprender su verdadero significado. Cada paso que daba me hundía más y más en un abismo oscuro de desesperación. Las mujeres que me miraban con ojos llenos de lágrimas lloraban desconsoladas, gritando en un dolor indescriptible, negando lo que estaba sucediendo. Su dolor solo incrementaba el mío, como si mis propios pedazos rotos se sumaran a los de ellas.

No podía soportarlo, no quería que ella me dejara. No podía imaginar un mundo sin su presencia, sin su risa, sin su luz. Pero aquí estábamos, en este lugar sombrío, donde todo parecía haberse detenido y la vida ya no tenía ningún color.

—Ven —dijo el hombre con voz rota, su dolor tan palpable que casi podía sentirlo en mis propios huesos. Le seguí, mis pasos vacíos, y entré con él en lo que parecía ser una habitación privada. Era un cuarto grande, con arreglos de colores celestes y crema, como si todo estuviera diseñado para calmar el alma, pero en ese momento nada de eso me alcanzaba. Una cama enorme estaba en el centro, entre dos ventanales, con una mesa de noche al lado y un espejo que reflejaba la tristeza en mis ojos. Un candelabro dorado colgaba del centro del techo, pero su resplandor parecía apagado, sombrío, como si estuviera de luto también.

—¿Qué es esto? —pregunté con la voz rasposa, rota por horas de llanto. A pesar de que no había dejado de llorar, sentía como si las lágrimas siguieran acumulándose dentro de mí, como si mi dolor nunca tuviera fin.

—Es su habitación —respondió el hombre, acercándose a mí. Con mucho cuidado, tomó el cuerpo de mi princesa en sus brazos, como si fuera el objeto más preciado del mundo, y se acercó a la cama, colocándola allí con ternura. Besó su mejilla con suavidad, su rostro marcado por el sufrimiento. Luego, me miró fijamente. —Sígueme.

Lo observé en silencio, la tristeza pesando sobre mí como una losa. Lo seguí cuando abrió una puerta que daba a otro pasillo. Al cruzarla, entramos en una escalera principal que conectaba dos caminos que subían hacia el segundo piso, donde otros pasillos se unían. Abajo, había más pasillos, algunos que conducían a puertas que se abrían a un balcón, otras a habitaciones. El lugar parecía infinito, lleno de recovecos y secretos.

Era un lugar tan vasto que me sentí pequeño, perdido en la inmensidad de la mansión. Pasamos por varias puertas y llegamos frente a una, impresionante y solemne. La puerta de mármol rojo parecía hecha de sueños y recuerdos, con líneas delicadas de pincel que se entrelazaban en tonos negros y celestes. Era una obra de arte, pero, en ese momento, no podía apreciar su belleza. Solo quería entender lo que estaba pasando.

—Detrás de esta puerta hay demasiadas cosas que ella explícitamente me pidió que solo tú vieras —me dijo el hombre, mirándome con seriedad. Sacó una llave de su bolsillo y me la entregó. —Te dejaré solo.

Tomé la llave con manos temblorosas, mis dedos sintiendo el peso de la situación. La observé por un momento. La llave tenía una luna menguante en su base, rodeada por un aro de estrellas que la abrazaban como si protegieran un secreto. Dos pequeñas alas doradas caían a los lados, como si quisieran elevarla. La luna tenía detalles en forma de hojas moradas, y desde allí una pequeña enredadera se elevaba hasta el principio de la llave, donde una pequeña perla morada brillaba con una luz tenue, casi como un reflejo de las estrellas en el cielo. La llave también tenía una cadena de acero, perfecta para colgarla alrededor del cuello, como un amuleto.

—Princesa... —susurré, casi sin darme cuenta de las palabras que salían de mis labios. Con manos temblorosas, inserté la llave en la cerradura y la giré. La puerta se abrió con un sonido suave, y mi corazón se detuvo por un momento.

Lo que vi dentro fue un golpe directo al alma. El cuarto estaba lleno de fotos, fotos mías y de ella, en todas las formas posibles. Dos paredes enteras estaban cubiertas con imágenes nuestras, algunas tomadas de lejos, capturando los momentos fugaces que habíamos compartido, y otras en las que estábamos juntos, sonriendo, viviendo. En la tercera pared, una imagen ocupaba el centro, una foto nuestra en la que estábamos abrazados, rodeados de flores, con un mensaje escrito en letras mayúsculas y cursivas: “Te amo, mi príncipe”.

El dolor me desbordó al ver esas palabras, las mismas que ella me había susurrado muchas veces. Lagrimas calientes comenzaron a deslizarse por mis mejillas, sin que pudiera detenerlas. Me acerqué a la pared y tocó las fotos, como si al hacerlo pudiera traer de vuelta los momentos felices que compartimos.

Seguí recorriendo el cuarto, mi corazón roto por cada rincón que descubría. Llegué a una mesa llena de más fotos, pero estas eran de mi niñez. Recortes de mi vida, momentos que ella había guardado con tanto cariño. Una de ellas era de cuando tenía 9 años, soplando las velas de un pastel que mi madre había hecho ese día.

"Feliz, feliz, feliz cumpleaños, mi amor... No sabes cuánto daría por haber estado en esos momentos especiales para ti... Te amo, mi príncipe", decía en el reverso, con una letra que ya había visto antes.

Reí con dulzura, con un dolor profundo en el pecho. Todo eso era parte de un sueño que nunca debería haberse roto. Todo esto me pertenecía, y ahora ya no podía volver a tocarlo, ni a sentirlo.




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