"A veces creo que todo es un sueño, pero luego me acuerdo de que tuve su sangre en mis manos y vuelvo a la realidad"
Levanté mi cara de mis rodillas, mi mente aún envuelta en un torbellino de dolor y desesperación. Ya habían pasado horas desde que entré allí, y cada palabra escrita, cada foto de lo que habíamos sido, me desgarraba más y más. Cada una de esas imágenes y palabras que hablaban de lo que compartimos juntos, me destrozaba el alma, porque sabía que jamás volvería a ver esos ojos celestes tan hermosos que me enamoraron en su momento.
¿Alguna vez les ha pasado que ves a alguien y sientes que lo conoces desde siempre, desde eternidades atrás, aunque es la primera vez que lo ves? Eso fue lo que me pasó con ella cuando llegué a la universidad. Desde ese primer instante, sentí que algo más profundo nos conectaba, algo inexplicable. Por eso mi insistencia, por eso mi deseo tan vehemente de acercarme a ella, de hablarle. No era solo curiosidad, era algo mucho más fuerte, algo que no podía evitar.
Me limpié las lágrimas, aunque el peso del dolor seguía siendo abrumador. Me levanté del suelo, pero la sensación de inestabilidad me golpeó de inmediato. Mi cabeza me dolía como si fuera a estallar, las lágrimas seguían fluyendo sin control. La lluvia afuera había aumentado, ya no era solo una lluvia, era una tormenta, como si el cielo también compartiera mi sufrimiento. Mi ropa ya estaba seca, había pasado un largo tiempo desde que entré aquí, pero el dolor seguía tan presente como al principio.
Tomé la foto de ella cuando era niña, la llave que dejé sobre la mesa, y decidí salir de allí. A pesar de que no había terminado de leer todas las cartas, no quería quedarme allí, atrapado en ese cuarto lleno de recuerdos que solo me destruían más. Cada letra escrita, cada palabra que había dejado atrás, estaba llena de un amor que ya no me sería demostrado jamás. Ese amor que nunca más volvería a ser mío, porque tal vez no regresara a mí.
Cerré la puerta con llave, solo con la foto de ella en mis manos, como si al aferrarme a ella, pudiera conservar una parte de lo que alguna vez fue.
Volví por el pasillo, siguiendo el mismo camino de vuelta, mis pies pesaban como si estuviera caminando sobre plomo. Al llegar al cuarto de ella, mi corazón se detuvo por un momento. Estaba allí, en la cama, pálida, con un vestido rojo vino adornado con flores en los hombros, extendido sobre las sábanas. Su cabello rubio estaba perfectamente peinado sobre la almohada, en el centro de la cama, como si aún estuviera viva, esperando que yo me acercara. Pero su piel, más pálida de lo normal, me golpeó con la cruel realidad: ya no estaba viva. Ya no estaba conmigo.
El dolor me destrozó aún más al verla así, tan quieta, tan distante. Me acerqué a ella lentamente, mis piernas temblaban con cada paso, mis ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.
—Pri...ncesa—, murmuré con voz quebrada, justo al lado de su cama. Las lágrimas comenzaron a llenar mis mejillas una vez más, como un torrente incontrolable. Odiaba esto, odiaba tener que enfrentar esta realidad. Preferiría haber sido yo quien hubiera partido, preferiría que ella estuviera aquí.
—Princesa...— Mi voz tembló al pronunciar su nombre, como si al decirlo pudiera traerla de vuelta. Me acerqué más, tomé su mano fría, sintiendo el hielo en su piel. El contraste con su calor habitual me hizo tambalear, me sentí completamente perdido. —¿Y ahora yo qué hago?—, susurré, como si estuviera esperando alguna respuesta, alguna señal que me indicara qué hacer sin ella a mi lado.
La miré, mi corazón se rompió aún más, mi alma se sintió vacía, completamente rota.
—Sin ti... no quiero—, dije con desesperación, sin poder dejar de llorar. Me recosté junto a ella, la abracé, deseando sentir su calor nuevamente, pero solo encontré su fría y distante presencia. El color rojo en sus mejillas ya no era más que maquillaje. No era real. Y eso me destrozó aún más.
—No quiero... Me niego rotundamente a seguir sin ti— sollozaba, abrazándola más fuerte, como si eso pudiera devolverme un poco de lo que había perdido. Sentía el vacío absoluto en mi pecho, como si el mundo entero hubiera dejado de existir para mí. Sin ella, no podía ver un futuro, no podía imaginar nada más. Solo me quedaba la tristeza, el dolor y la promesa de que nunca, jamás, la olvidaría.
(...)
No supe cuánto tiempo pase ahí dentro junto a ella, me había quedado dormido junto a ella, junto a su cuerpo frío e inerte, mi cuerpo agotado por el llanto y el dolor, pero en mi mente seguía atrapado en la imagen de su rostro. Besé suavemente su mejilla antes de bajar de la cama, dejándola sola. El señor me había dicho que saliera, que quería hablar conmigo sobre quién sabe qué, pero antes me advirtió que debía asearme para evitar resfriarme.
La verdad, no me importaba mucho en ese momento. Salí del cuarto, dejé la foto de ella en la mesa, y me dirigí al campo de entrenamiento, como me había indicado, mientras jugaba con la llave en la mano. Cada movimiento que hacía, cada paso que daba, me sentía como si su presencia estuviera aún a mi lado. Tal vez era un juego masoquista de mi mente, pero la sensación de que ella aún estuviera cerca, aunque fuera solo en mi cabeza, me daba algo de consuelo.
Llegué al campo y lo vi a él, disparando a una diana que estaba a cierta distancia. Estaba llorando mientras disparaba, cada bala que salía del arma parecía llevar consigo una parte de su sufrimiento. Cuando el cargador se vació, arrojó la pistola al suelo con fuerza, y un grito ensordecedor escapó de su garganta. Yo solo me quedé allí, observándolo, sin atreverme a decir una palabra. Sabía que en ese momento, lo que más debía sentir era odio hacia mí, porque para él, también era mi culpa que ella no estuviera allí con nosotros.
Metí las manos en los bolsillos del pantalón y miré el suelo, intentando controlar mis lágrimas. Si seguía así, tal vez me quedaría seco, sin una sola lágrima más que derramar.
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Editado: 16.05.2025