Princesa De La Muerte

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Mientras Adeus Shalow entrenaba con Bechet Monrroe, con el peso de la tristeza aplastándole el pecho, en otro rincón del universo...

En lo más profundo del séptimo infierno, el origen de la tristeza que atormentaba a ambos hombres en la tierra humana comenzaba a despertar.

—Maldita mierda… —murmuró, apretándose la cabeza entre las manos, como si intentara resistir la oleada de sensaciones que lo inundaban. Su aspecto era completamente diferente al de un simple mortal, su verdadera forma revelándose en ese lugar infernal.

Su cabello, negro como la brea con destellos dorados que parecían brillar como rayos de sol, fluían hasta sus nalgas con un brillo sobrenatural, mientras que sus ojos, una mezcla de rojo intenso y un azul profundo, reflejaban una intensidad que quemaba como fuego. Su piel, translúcida y pálida, estaba marcada por líneas negras que se ramificaban desde sus manos y rostro, formando trazos intrincados, delicados, como una obra de arte. Las alas que emergían de su espalda eran enormes e imponentes, negras como su cabello, con tonalidades azules en las puntas, evocando el reflejo de sus ojos. En su mejilla izquierda brillaba la marca de la muerte, un símbolo inconfundible que solo los seres del séptimo infierno podían portar. Su vestido, negro y con vuelos que caían con gracia hasta la mitad de sus muslos, hacía que su figura pareciera suspendida en el aire, etérea, mientras que sus pies descalzos tocaban el suelo, despojados de cualquier ornamento. De su frente, dos cuernos sobresalían con una majestuosidad aterradora, uno negro como la oscuridad misma, y el otro blanco, resplandeciente, en un contraste marcado y misterioso.

Lentamente, se levantó del suelo, aturdida, mirando el lugar a su alrededor con una mezcla de cansancio y resignación.

El tiempo en ese lugar no seguía las mismas reglas que en el mundo humano. Una hora en el séptimo infierno equivalía a dos años completos en la tierra. Mientras en el mundo humano ya habían pasado más de dieciocho horas desde el comienzo de todo, en el infierno solo habían transcurrido tres minutos. La distorsión temporal era abrumadora, como si las leyes del espacio y el tiempo se hubieran roto por completo.

—Otra vez aquí... —dijo en voz baja, mirando sus manos, como si quisiera convencerse de que todo lo que había sucedido no era más que un sueño. Suspiró pesadamente, un peso sobre su corazón que parecía imposible de quitar. Entonces, alzó el vuelo con una velocidad increíble, su figura deslizándose por el aire con gracia. En menos de un minuto, llegó frente a su padre, el rey de la muerte.

Mictlantecuhtli, el imponente rey de la muerte, la observó con una mirada profunda, llena de interés y algo de sorpresa. Su presencia era intimidante, pero también había una tristeza subyacente en sus ojos. Como padre, le preocupaba ver a su hija en ese estado.

—Bienvenida de nuevo, hija. —su voz resonó en el aire como un eco profundo—. ¿Y ahora cómo moriste? —preguntó con una mirada curiosa, pero también cautivada por la belleza de su primogénita. No lo hacía de una forma pervertida, sino porque su hija era la viva imagen de su difunta madre, la única mujer que había amado en toda su existencia, quien había muerto al dar a luz a su hija.

—¿Accidente de moto?, ¿Tiroteo? ¿Entregas de ese polvo blanco?, ¿Pelea clandestina?, ¿Atropellada?, ¿Te ahogaste?, ¿Te tiraste de algún edificio alto? —enumeró, como si se tratara de una lista rutinaria. La princesa de la muerte negó con la cabeza, y sus ojos se llenaron de una tristeza profunda, esa que solo se siente cuando el alma está herida de forma irreversible.

—Ninguna de esas, papi... —respondió, su voz cargada de una pena infinita. Respiró hondo, pero la angustia era demasiado fuerte, y un dolor indescriptible comenzó a apoderarse de su pecho. Se acercó a él rápidamente buscando alguna especie de consuelo.

Entonces, recostó su cabeza en el hombro de su padre, agotada, como si el peso de su propia existencia fuera demasiado para soportarlo. En ese momento, las lágrimas negras comenzaron a brotar de sus ojos rojos, como si el mismo infierno estuviera filtrándose en su ser.

El rey, al ver a su hija llorar, sintió una ola de preocupación que lo sobrecogió. La apartó suavemente de su cuerpo, mirándola, sin poder comprender cómo era posible que ella, tan fuerte y decidida, estuviera llorando. Ella, sin embargo, solo seguía llorando más y más, como si las lágrimas nunca fueran a cesar. Sus manos restregaban sus ojos, pero eso solo servía para manchar su rostro con el rastro de sus lágrimas oscuras.

—Valery Alissha Reyes Parker… —dijo él, ahora completamente asustado al verla en ese estado. Nunca había visto a su hija de esa manera, nunca antes. La tristeza la invadía con tal intensidad que él no podía entender lo que estaba ocurriendo.

Ella, sin embargo, lo ignoró, completamente sumida en su dolor, sin importar lo que él dijera. El rey, dejando a un lado el miedo que lo embargaba, comenzó a sentir algo aún más poderoso: temor y una profunda preocupación. Sus manos, que hasta ahora habían estado apartandolas de su hija, ahora suavemente acariciaron su mejilla, limpiando las lágrimas negras de su rostro.

—¿Qué pasó allá? —preguntó él, con suavidad, casi susurrando, como si temiera romper el delicado momento de desahogo de su pequeña bebé.

—Me enamoré de verdad... Morí por salvarle la vida... —respondió ella, entre sollozos. Su voz estaba quebrada por el dolor, por una angustia tan profunda que parecía traspasar los límites de la razón. El rey, aunque no lo procesaba completamente, sabía que lo que su hija había dicho era una tragedia. Ella, sin embargo, continuó, mirando a su padre con unos ojos que ahora eran más azules que rojos. Su llanto no cesaba.

—Papi… —dijo, buscando consuelo en su padre, pero en sus ojos se reflejaba una desesperación absoluta. Algo que no entendía. —Le amo… ¿Por qué lo hago?, No es el primero que encuentro en las dimensiones, pero él fue quien me enamoró… Y ahora… no lo volveré a ver, porque vi su próxima muerte. No puedo olvidarlo, a pesar de todo… Papá, me está esperando… —dijo en tono desesperado, las palabras saliendo con la rapidez de quien ya no puede detenerlas. El rey, impresionado por la intensidad de sus palabras, la miró en silencio. Después, sonrió suavemente y le besó la frente, con ternura.




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