El sol de media mañana bañaba los acantilados de Micenas con una luz dorada que hacía brillar las olas del mar Egeo como perlas derramadas. Pero en el patio trasero del palacio real, entre el cacareo estridente y el olor a paja y estiércol, la princesa Agora estaba librando su primera batalla del día.
—¡Cluckopatra, no otra vez! —susurró, agachándose entre los arbustos de laurel que bordeaban el gallinero real—. Si mi madre te vuela el cuello, no seré yo quien la detenga.
La gallina dominante del reino de Grecia, una Rhode Island Roja de cresta desafiante y plumas color óxido, había atrapado entre su pico el borde del mapa que Agora estudiaba minutos antes. El pergamino, lleno de anotaciones sobre las defensas costeras y los avances otomanos, se desgarraba bajo los tirones del ave mientras las otras gallinas observaban el espectáculo con curiosidad burocrática.
—¡Suéltalo! —Agora estiró el brazo, pero Cluckopatra retrocedió con un picotazo disuasorio—. ¿Acaso apoyas a los turcos? —preguntó con tono de conspiración—. Porque si es así, te juro que...
—¡Alteza! —Una voz jadeante cortó el aire. Talos, el aprendiz de jardinero, apareció en la entrada del gallinero con las mejillas encendidas—. Su Majestad la Reina ordena su presencia inmediata. El Consejo de Guerra comenzó hace media hora.
Agora se enderezó, dejando que el mapa cayera al suelo. Cluckopatra lo pisoteó con victoria.
—Dile a mi madre que estoy ocupada salvando el reino de amenazas internas —respondió, señalando a la gallina, que ahora desgarraba el puerto de Atenas dibujado en el pergamino.
Talos palideció:
—No me pagarán la paga de tres lunas si repito eso, Alteza.
—Justo por eso eres mi favorito, Talos —sonrió Agora, sacudiendo paja de su sencillo vestido de lino color azul marino. No llevaba joyas, salvo el collar de perlas irregulares que nunca se quitaba: un regalo de su madre en su décimo cumpleaños, cuando aún la llamaba "mi pequeña ostra". Ahora, la reina Zenobia solo la llamaba "decepción".
El palacio de Micenas era una fortaleza de mármol blanco y columnas dóricas, pero ese día vibraba con una tensión que ni los tapices de seda podían amortiguar. Al cruzar el patio principal, Agora vio a los herreros forjando espadas a toda prisa, y a los mensajeros corriendo con rollos sellados con cera negra: el color de las malas noticias.
—¿Dónde te escondías? ¿Entre los cerdos? —la voz de la reina Zenobia cortó como un látigo en cuanto Agora entró en la Sala de los Mosaicos.
—Gallinas, madre. Hay diferencia —replicó Agora, inclinándose en una reverencia perfecta pero vacía.
Un golpe en la puerta la sobresaltó. Era Elpis, su doncella, una mujer de rostro bondadoso y ojos tristes.
—Dionysios de Naxos ha llegado antes de lo esperado, Alteza. Espera en los jardines.
—Ve. Cumple con tu deber como futura Reina.—se despidió madre.
Dionysios era alto, de pelo oscuro y sonrisa afilada. Vestía un jubón veneciano demasiado lujoso para la guerra, y olía a almizcle y ambición.
—Princesa Agora —dijo, tomando su mano para besarla. Sus labios rozaron la piel como una serpiente fría—. El Egeo llora por nuestra unión.
—El Egeo llora por los barcos incendiados —replicó Agora, retirando la mano—. ¿Trajiste los cañones prometidos?
Dionysios sonrió, mostrando dientes perfectos.
—Solo promesas son más valiosas que los acuerdos, Alteza. Pero hablemos de usted. Me han contado... costumbres peculiares. ¿Es cierto que colecciona conchas marinas como una niña plebeya?
—Me interesan los regalos del mar —dijo Agora, fijando la vista en el horizonte. Las olas parecían latir al ritmo de su ira—. Hay belleza incluso en lo que algunos se niegan a conocer.
—¡Aquí disiento! —exclamó Dionysios, siguiendo su mirada—. Las criaturas del mar son plagas. Sirenas, krakens, medusas... abominaciones sin alma que corrompen el orden natural. —Se inclinó, su voz un susurro venenoso—. Cuando sea rey consorte, purgaremos estas aguas. Empezando por los nidos de esas brujas marinas.
Agora sintió un escalofrío. No era solo desprecio; era odio. Y de repente, lo supo con certeza glacial: jamás podría gobernar junto a ese hombre. Ni salvar a Grecia arrodillándose ante él.
—¿Purificar el mar? —preguntó, forzando una sonrisa—. Eso requeriría un milagro. O una arrogancia titánica.
—No subestime el poder de la fe, princesa —replicó el príncipe, tocando la empuñadura de su daga—. Hay fuego suficiente en el mundo para quemar toda magia impura.
Esa noche, Agora no pudo dormir. El viento soplaba con fuerza, trayendo el olor a tormenta y sal. En la penumbra de su habitación, se acercó al ventanal abierto. Las olas rugían ahora, golpeando los acantilados con furia. De pronto, un relámpago iluminó el mar. Entre las sombras de las olas, Agora juró ver formas: colas que brillaban como madreperla, cabellos como algas danzando en la espuma. Un canto lejano, etéreo y triste, se coló en el viento.
“Hermana”, parecía llamar. “La sangre recuerda”.
Fue entonces cuando lo supo. Si se quedaba, moriría en la jaula dorada de un matrimonio odiado. Grecia no se salvaría con cañones venecianos ni alanzas podridas. Necesitaba otra forma. Su forma. Con manos temblorosas, abrió un cofre escondido bajo su cama. Dentro, guardaba mapas de rutas marítimas, cartas de navegación robadas, y un pequeño puñal con empuñadura de coral. Lo tomó, sintiendo el peso frío del metal.
—Lo siento, madre —murmuró—. Pero si debo ahogarme, será en aguas libres.
Otro relámpago cruzó el cielo. Esta vez, Agora extendió la mano hacia la lluvia que empezaba a caer. Una gota aterrizó en su palma, brillando con un leve resplandor azul antes de deslizarse entre sus dedos. Magia inconsciente. Débil, pero suya. Cuando el trueno retumbó, sonó como una promesa.
O una declaración de guerra.
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Editado: 18.08.2025