En ese instante, la memoria de Rigoberto se encendió con fuerza. Recordó su habitación real, con el móvil encendido junto a la almohada, la pantalla mostrando la cuenta atrás de la instalación del juego. La tenue luz azul iluminaba la pared mientras Wanda, su perrita, lo observaba con sus grandes ojos brillantes, inquieta por la extraña quietud de su amo.
Rigoberto había sentido un mareo repentino, un peso insoportable en el pecho. El mundo se oscureció a su alrededor. Fue entonces cuando, con el último esfuerzo antes de perder la conciencia, vio a Wanda saltar a la cama, gimiendo en un lamento que partía el corazón. Después, ya no hubo nada más que silencio.
Un nudo se formó en su garganta al comprender que Wanda también había desaparecido de la casa. Ella debía haberlo buscado por todas partes, olfateando cada rincón, hasta encontrar su teléfono encendido. Y ahora, de algún modo imposible de explicar, la pequeña había sido arrastrada al juego igual que él.
Helix —la identidad que ahora ocupaba— sintió que los ojos se le humedecían. Se agachó lentamente hasta quedar a su altura.
—Wanda… ¿Eres tú de verdad…?
La perrita respondió con un suave gemido y volvió a lamerle la mano con desesperación, como si llevara días buscándola.
Helix dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas sonrojadas. Por primera vez desde que quedó atrapado allí, no se sintió del todo solo.
—Gracias… gracias por encontrarme —murmuró con voz quebrada, mientras Wanda se acomodaba contra su falda, segura de que, sin importar dónde estuvieran, ella siempre sería su dueña.