Helix acariciaba a Wanda, intentando calmar la marea de emociones que se agolpaban en su pecho. Pero la pequeña perrita no dejaba de girar la cabeza hacia el bosque cercano, moviendo las orejas como si escuchara algo que Helix no podía percibir.
—¿Qué pasa, chica? —preguntó con cautela.
Wanda soltó un ladrido corto y empezó a trotar, mirándola de reojo para asegurarse de que la seguía. La curiosidad pudo más que el miedo, y Helix se levantó, apretando contra su pecho el colgante de perlas como si fuera un amuleto.
El bosque estaba cubierto por una niebla espesa. Los árboles se alzaban como gigantes oscuros y cada crujido de hojas secas bajo sus pies sonaba demasiado fuerte. Wanda caminaba segura, esquivando raíces y rocas, hasta detenerse frente a una grieta estrecha entre dos paredes de roca cubiertas de musgo.
Helix tragó saliva. No había visto ese lugar en el mapa del juego.
Wanda ladró de nuevo y se metió por la grieta.
—Está bien… voy —susurró Helix, entrando tras ella.
La luz se desvaneció detrás de ellas. Solo quedaba el eco distante del viento. Al avanzar, Helix notó que las paredes rocosas parecían vibrar, como si ocultaran algo vivo. Finalmente, la grieta desembocó en una pequeña caverna iluminada por un resplandor azulado que emanaba de un extraño dispositivo flotante en el centro.
En la superficie del artefacto, líneas de código se desplazaban a gran velocidad, pero entre ellas aparecían imágenes fugaces: su habitación, su móvil, y… su propio cuerpo inconsciente tendido en la cama.
Helix dio un paso atrás, con el corazón golpeándole el pecho.
—Dios… —murmuró—. Este juego… sabe quién soy.
Wanda gruñó suavemente, como si presintiera que no estaban solas.